Capítulo 2

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Tumbada sobre la cama, con la luz apagada y el olor de sangre llenando mis fosas nasales, había estado a punto de dormirme, hasta que escuché pasos en el pasillo. No tenía miedo de lo que pudiese pasarme cuando vieran el cadáver. Me incorporé sobre el colchón y fijé mi vista entre la oscuridad en la puerta, escuchando el crujido de la cerradura al abrirse. Se quedó entornada, con la silueta de una persona recortándose en la poca luz que entraba del pasillo.
—Espero que lleguemos en buen momento —dijo la voz aguda del hombre que se presentó en mi habitación cuando comenzaba a anochecer—. Ya sé que es tarde, pero venimos a asegurar un simple asunto; no vamos a tardar.
Después de decir aquello terminó de abrir la puerta y pasó con un trabajador igual de portentoso que su compañero muerto. Encendieron la luz, que me cegó por unos instantes, y empezó a hablar de nuevo el que parecía ser el superior de los dos.
—Disculpa que —no terminó la oración.
Hizo una seña con su mano al otro hombre y éste se acercó. En cuanto vio lo que quería enseñarle, levantó la cabeza en mi dirección, notablemente enfadado.
—No he sido yo, lo juro —declaré en un hilo de voz. El cabecilla, pequeño y poco intimidante como era, levantó una mano con cara de molestia, ordenándome guardar silencio. Se acercó a la cama donde me encontraba yo, bordeando el charco de sangre lo mejor que pudo, y colocó una mano sobre la mía, que aparté con rapidez. Su piel era igual de fría que su mirada.
—Te creo. —Asintió a la vez que volvía a posicionar su mano sobre la mía, esa vez agarrándola con fuerza, sin permitirme retirarla. Apretó de tal forma que comenzaba a dolerme—. Yo te creo.
Su tono de voz y su expresión al hablar parecían tan venenosos que era imposible fiarse de cualquier cosa que saliese a través de los finos labios que tanto destacaban en color junto a su pálida piel.
—No, no me cree. —Comenzaba a perder la calma. Era en ese momento cuando empezaba a tener realmente miedo—. No lo he hecho yo; yo no lo he matado.
—¡Cállate! —gritó el otro hombre. Me sobresaltó su voz. Fue acercándose a mí furioso, con las manos hechas puños a los costados de su cuerpo. Estaba peligrosamente cerca por cada instante en el que yo me iba encogiendo en mi sitio. El hombrecillo a mi lado se apartó dejándole espacio suficiente para llegar hasta mí sin problema y, sin dudarlo, subió su puño derecho y me propinó un fuerte golpe sobre uno de los pómulos. Cerré los ojos a causa del dolor y, cuando volví a abrirlos, tenía de nuevo su brazo tensado en posición de querer repetir la misma acción, pero su superior se lo impidió. Se tuvo que contener y quedarse con las ganas de golpearme.
Me quedé sin habla. Mi mejilla estaba ardiendo de dolor, pero las lágrimas tampoco salían, como sabía que deberían haber hecho desde hacía bastante tiempo atrás.
El hombre más pequeño de los dos negó con su cabeza, como si le hubiese decepcionado algo de la situación.
—Se hace tarde. Ya nos veremos en otro momento. —Miró un reloj de muñeca que llevaba y después clavó sus ojos sobre los míos.
Analicé con curiosidad su reloj, que debería marcar la hora digitalmente, pero no había ningún dígito en él. No había hora. Si era así, ¿cómo podía saber él si era tarde? Además, había pasado bastante tiempo desde que desperté al atardecer y ya debería ser entrada la madrugada cuando volvieron a visitarme; por supuesto que debería ser tarde.
Se volvía a alejar hacia la puerta, dejando al guarda de seguridad muerto como lo había encontrado y al otro observándome con furia a una escasa distancia de mi cuerpo.
—¿No va a hacer nada? —pregunté temerosa, con la voz en un temblor constante.
—Tú qué crees que debería hacer. —Se paró bajo el marco de la puerta, dándome la espalda.
Me quedé en silencio durante un breve momento, sopesando las opciones que él mismo tenía para castigarme por algo de lo que yo estaba segura que no había provocado.
—No lo sé.
Prefería quedarme en aquella habitación a dejarme en manos de la suerte y acabar quizás en una mucho peor.
Él asintió y ordenó al hombre que le acompañase.
—Será mañana cuando limpien todo este estropicio —me informó antes de apagar la luz y cerrar la puerta.
Estaba sola de nuevo, en la oscuridad de aquel cuarto, con el olor de la sangre cada vez menos presente al haberme acostumbrado a él. Me tumbé de nuevo, sintiendo más dolorosas las punzadas del puñetazo en la mejilla que me propinó el guardia. El dolor todavía era soportable, la confusión no tanto. ¿Qué le pasaba a ese hombre? Ni siquiera dejó que el otro siguiese golpeándome aun creyendo que yo había matado a su compañero.
De todas formas, intenté dormir lo que quedaba de noche, fuese o no posible.
De pronto, el sonido que producían unas manos sudorosas al resbalarse sobre cualquier suelo encerado fue lo único que penetró en mis oídos. Se escuchó bajo la cama, dejándome paralizada, sin ni siquiera poder respirar por si se me escuchaba demasiado. Sonó durante unos segundos más, desplazándose debajo de mí. La habitación estaba en penumbras, por lo que poco se podía distinguir a parte de la silueta del hombre muerto sobre el suelo. Me incorporé sobre el colchón lentamente y asomé mi cabeza por uno de los extremos de la cama, observando debajo de ella. No distinguí nada más que lo que me parecieron las sombras de unas piernas al otro lado, justo hacia donde estaba dirigida mi espalda. Mi corazón bombeó con furia y el frío se apoderó de mi cuerpo. Respirar dolía tanto como si me hubiesen clavado alfileres en los pulmones. Volví a la posición en la que me encontraba antes de asomarme por uno de los lados de la cama y giré mi cabeza con temor en la dirección donde habían estado antes las piernas. En la oscuridad del cuarto se recortó una silueta humana con el pelo largo y despeinado, una silueta que ya me había aprendido de memoria. Bordeó la cama y se paró a la altura de mis pies. Intenté tragar saliva, pero tenía la boca completamente seca. Lo primero que hizo la criatura fue subirse a la cama y, en movimientos lentos, se desplazó sobre las sábanas hasta estar encima de mí, con sus rodillas pegadas a mis caderas con demasiada fuerza, las manos sobre el colchón y la cabeza inclinada hacia la derecha, muy cerca de mi rostro. Sólo con la luz que entraba por la ventana reconocí el rostro que no poseía. Su ropa ya no tenía sangre, pero era la misma que llevaba al aparecer por primera vez en la habitación, a las espaldas del guardia ya muerto. Se fue acercando cada vez más. Yo cerré los ojos con temor. Sabiendo lo que le hizo a aquel hombre, conmigo debería ser incluso el doble de fácil, además de doloroso. Su presencia me alteraba el ritmo cardíaco y sentía que el corazón se me iba a salir del pecho en cualquier momento. ¿Iba a morir tan pronto? Sentía su movimiento sobre mí, acercándose como un depredador. Era sigilosa; no hacía ningún ruido aparte del que producía su cuerpo sobre las sábanas desgastadas. Tardaba demasiado en rozarme siquiera cualquier otra parte del cuerpo que no fuesen las caderas. Abrí los ojos, con el terror siendo lo único que podía sentir formar parte de mí, y allí, sobre mi cuerpo, sobre mi cama, no había nada. Sólo estaba yo en el colchón mugriento. No conocía la situación en la que se encontrarían las demás personas que dijo el hombre a las que me parecía, pero comencé a pensar que me estaba volviendo loca, y no llevaba ni dos días en aquel lugar ni recordaba nada.

Hasta el último suspiroDonde viven las historias. Descúbrelo ahora