4.- tercera visión & el conocimiento en la caleta

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Al otro día, Marion y Patricia nos pasaron a buscar. Venían con su hermano de siete años, el Colorín, un verdadero azote al que no siempre era posible hacerle el quite.

-Duro precio aguantar a este enano maldito -me decía Jaime, y agregaba-: deberíamos ahogarlo.

Las Cordingley se dejaban tiranizar por el chicuelo hasta extremos irritantes. Esa mañana, por ejemplo, el Colorín dispuso una excursión a la Cueva del Pirata sin consultar a nadie, sin miramos siquiera la cara. La noche anterior su padre le había llenado la cabeza de corsarios, filibusteros y bucaneros. Los nombres de Hawkins, Morgan y Sharp lo alucinaban; repetía sin tregua el saqueo de Valparaíso perpetrado por Drake, y le daba mucha risa que el pirata incluyera en su botín hasta las copas sagradas de la capilla. Pero el que más lo obsesionaba era Cavendish; claro, Cavendish había fondeado justamente en Quintero, dejando tras de sí la leyenda del tesoro. Y el tesoro tenía que estar enterrado en algún punto del túnel de la Cueva del Pirata para que él, el Colorín Cordingley, y nadie más sobre el planeta, lo buscara y lo encontrara, y a nosotros nos sometiera a la descomunal lata de acompañarlo en su aventura.

La Cueva del Pirata tiene dos entradas; una entre dos playas de la costanera frente a la bahía y a la que es fácil llegar; la otra, casi inaccesible, protegida por roqueríos disparejos y resbaladizos que reciben el permanente embate de la mar abierta y tempestuosa. Algunos muchachos, los más temerarios, logran atravesar la cueva de una entrada a la otra, deslizándose como orugas por el angosto túnel que las une; es una proeza imposible cuando se ha dejado de ser niño. Esa mañana al Colorín ni se le pasó por la mente llegar hasta la entrada fácil de la cueva, no; tuvimos que seguirlo en busca de la boca peligrosa. La única ventaja a nuestro favor consistía en que, a partir del tramo en que la senda opone serios obstáculos, podríamos tomar de la mano a las Cordingley. Sí, porque el enano era acusete: cualquier aproximación a sus hermanas teníamos que ejecutarla con un pretexto para que más tarde no las estigmatizara él, exagerando ante sus padres.

Por lo que a mí toca, las apariciones de mi desconocida habían erosionado mi interés por Marion. Y ella se daba cuenta de que algo me acontecía; no sabía, por cierto, qué era aquello, y tampoco se animaba a preguntarme nada. Nuestras conversaciones, entonces, se desviaban hacia temas en cuyo fondo palpitaba un propósito elusivo. Hablábamos de nuestros proyectos de estudio, de la postulación a la universidad (a ambos nos quedaba sólo el último año de colegio), de las cosas que nos gustaban, las películas que habíamos visto, las diferencias entre Santiago y Valparaíso, los libros que nos habían impresionado, la manera de ser de nuestros padres, la situación política del país, los cantantes populares del momento. Y así, cualquier cosa que no aterrizara en el vínculo entre ambos, que ella intuía y yo sabía afectado.

Me resultaba lisonjero ver a Marion, siempre tan linda, dispuesta a aceptarme si yo me lo proponía. Hasta bailamos mejilla con mejilla la otra noche en el Yatching y ella estuvo seguramente a la espera de que le dijera algo. Por lo menos, que le preguntara por aquella carta que le había enviado desde Santiago y que, a su modo, constituía una verdadera declaración, una formal petición de pololeo. Pero nada de eso. La imagen de mi descono cida lo alteraba todo, posesionándose de mi intimidad.

-Ya debemos estar cerca -dijo Jaime.

Nos habíamos detenido para tomar aliento y continuar por el sendero, ya casi inexistente, entre la ladera del cerro costero y las rocas. Las Cordingley habían traído un canastillo con sandwiches, un termo de café y bebidas, presumiendo que el paseo iba a ser largo. Nos turnábamos en el acarreo del canasto y, una vez que el sendero desapareció, nuestra marcha se hizo muy lenta; quedamos abocados a ir tanteando por las altas y filudas rocas. Las rompientes las bañaban aquí y allá, y las superficies cubiertas de algas no podían ser más jabonosas. Todos calzábamos alpargatas con suelas de cáñamo, salvo Marion, cuyas zapatillas de goma le hacían el avance aún más difícil. De pronto perdió el equilibrio y una de su rodillas dio contra una piedra encarrujada de choritos. Se hizo una herida no profunda, pero sí harto ancha. Sangraba abundantemente. Le hicimos un vendaje lo mejor que pudimos, y ella y yo continuamos un buen tanto rezagados.

francisca yo te amo<3Donde viven las historias. Descúbrelo ahora