Alguna vez fui considerado un gran amante de la música, especialmente si las armonías provenían de un piano. Y no me refiero a famosísimas piezas musicales de compositores de talla pesada; viváces como Beethoven o Liszt, pasionales como Chopin o Schubert, o también auténticos como Debussy o Satie, entre otros. Si no, a composiciones infravaloradas que son menospreciadas por provenir de diversos autores que el mundo aún no conoce.
Tales composiciones, me habían alentado a seguir el rumbo de la música como una carrera profesional. Me llama mucho la atención ya que juegan mucho con los sentimientos de un servidor; piezas instrumentales que pueden provocar -me atrevo a confesar- estados íntegros de tristeza, alegría, enojo, frustración, esperanza; sentimientos que piezas musicales muy conocidas no llegan a participar dentro de mí.
Me podía pasar todo un día completo escuchando aquellos conjuntos nuevos de armonías y melodías celestiales desde mi laptop, las horas serían eternas y mi mente ya estaría en el más puro éxtasis musical.
Todo eso cambió hasta que presencié uno de los acontecimientos más horroríficos que tuvo lugar en el departamento de la avenida Felingtong.
Comencé una nueva etapa de mi vida mudándome a ese lugar para poder asistir a la Universidad de música de la región de Felington que está localizada a cuatro cuadras adelante. La fachada del edificio simplemente era fea, de un color amarillo muy brilloso. No obstante, pese a sus únicos cinco pisos y sus habitaciones pequeñas, el ambiente dentro del departamento era más que cómodo y seguro. El único apartamento que pude conseguir fue en el cuarto piso, y aún así, desde la ventana oeste podía apreciarse la mezcla heterogénea de viviendas y una arboleda justo al fondo.
No establecí empatía con las personas de los apartamentos circunvecinos debido a mi personalidad tan tosca y taciturna, pero algo que captaba mi atención sin duda alguna era un anciano flacucho e invidente de tez morena con aproximadamente 80 años de edad, que residía en el apartamento enfrente del mío. Nunca supe si el motivo era por su aspecto tan misterioso y a la vez cautivador, o porque a primera instancia fui partícipe de un presentimiento inoxerable.
Durante cuatro noches estuve absorto de escuchar algo durante las noches, ya sea porque había estado agotado esos días por la mudanza y la tarea universitaria. Fue hasta el quinto día cuando me desperté pasada la una de la madrugada al escuchar uno de los deleites auditivos más placenteros que haya escuchado jamás. Un débil y sutil conjunto de sonidos aguardaba del otro lado de la puerta. Salí al pasillo para poder apreciar con más detalle tal pieza musical.
Resulta que la interpretación derivaba -podía reconocerla- de una expianola, aproximadamente entre cien y doscientos años, proveniente del apartamento del extravagante anciano el cual llegué a ver pocas veces y que ya había mencionado anteriormente.
No miento si digo que una lágrima bajó por una de mis mejillas al escuchar ese momento de magnificencia tan placentera. Los sentimientos que plasmaba no eran solamente de una tristeza cualquiera, sino de una aflicción y pérdida visceral. Fue en ese momento donde sentí algo en mi interior que no podría reconocer pero que se asemejaba con un duelo, como si yo conociera aquella parte de su vida que fue arrancada.
Entré a mi habitación y me recosté en mi cama. Estuve escuchando aquella música por un largo tiempo hasta que me quedé profundamente dormido.
Durante las veladas siguientes, me la pasaba apreciando las composiciones del habilidoso vecino, salía al pasillo, volvía a entrar y me volvía a dormir. Todo esto se repitió durante un mes .
Tuve un verdadero conflicto interno entre lo que debería y no debería hacer en los primeros días del segundo mes, el cuál me carcomía el alma. Una parte de mí ya estaba cansada de escucharlo diariamente como para no establecer un contacto entre intérprete y su única audiencia. En sí, un músico vive de lo que gente gusta escuchar, y así me imagino que fue en su tiempo de juventud plena; y entonces los tiempos no han cambiado para que alguien pueda deleitarse con sus interpretaciones. Por otra parte, seguro que él toca el piano porque tal vez es una forma de alivio, y eso es parte de su privacidad, invadirla podría ser una plena falta de respeto y moral. A final de cuentas, opté por preguntarle si podía ser partícipe de su velada melancólica y fúnebre.
Fueron numerosas veces en la que, amable y cautelosamente, preguntaba al anciano si aceptaba tal propuesta, pero con palabras amargas se negaba a que yo fuera su invitado. Una de las veces que más recuerdo fue cuando me encontré con él en el pasillo, me miró con aquellos ojos ciegos y respondió:
-Joven -dijo con voz espesa y cansada- , lo que yo interpreto es para mí mismo, me da gusto que disfrute mi música pero no puedo aceptar. ¿porqué gusta molestar a un solitario viejo que solamente tiene la compañía de su propia música?
No obstante, eso no fue lo que me provocó una frialdad horrible cuando lo recordé tiempo después, sino que fueron las siguientes palabras que dijo al momento que se alejaba lentamente por el vestíbulo.
-Además, no... no quiero que forme parte de lo que yo no puedo ver pero que sé que está presente cuando yo interpreto mi música.
Cuán estúpido fui al guiarme por el egoísmo propio y la egolatría e ignorar tales palabras que me advertían del peligro inminente que iría a afrontar. Tal era mi desesperación por ver al músico longevo presionar las teclas de la expianola con su habitual manera tan misteriosa que comencé a plantearme, aunque suene demasiado loco, de colarme en su apartamento y estar presente cuando la magia suceda.
De tal manera que entre más pasaba el tiempo, escuchaba la agonía musical que transmitía el anciano y por mi parte, más quería cometer aquel acto vandálico pero que a final de cuentas sería totalmente inocente. Ya no podía dormir pensando solamente en cómo entrar al apartamento vecino. La insensatez finalmente decidió que debía realmente entrar ahí.
Busqué en Internet algún tutorial que me indicara como abrir cerraduras similares a las de las puertas que tenía el departamento. Fácilmente lo encontré, di gracias a Dios por encontrarme en el pleno siglo XXI. Era algo simple como manipular los engranes dentro de la cerradura con un pasador de cabello.
Nunca llegué a cometer ningún delito, gravemente hablando, porque fue hasta esa noche lúgubre de Abril en la que pequé con allanamiento de morada la casa del pobre músico.
Antes de que todo sucediera, tuve que esperar durante todo el atardecer a que el vecino saliera, para así facilitar mi tarea y ocultarme en las sombras. A fin de cuentas, el hombre era viejo y ciego, lo único que tenía temor era que me descubriera por oler mi miedo o que mi respiración se volviera espesa y así escucharme.
Salió aproximadamente a las siete y cuarto de su apartamento y se alejó cruzando el umbral con una tranquilidad muy amena. Yo aguardaba del otro lado de la puerta, y salí al pasillo en cuanto él iba bajando las escaleras. Llegué a la puerta vecina y me dispuse a laborar. Estuve aproximadamente diez minutos tratando de abrir aquella maldita puerta, el tutorial aparentaba ser demasiado fácil, por mala suerte para mí no lo era. En ratos miraba lascivamente las casas vecinas, por si alguien llegara a encontrarme, y así; que mi plan fracasará de una manera muy patética. Afortunadamente no sucedió de tal manera y el seguro de la cerradura cedió con un suave y metálico click.
Abrí la puerta y entré rápidamente al umbral. No me sorprendió en absoluto que todo estuviera en penumbra; aún así, podía ver con claridad todavía por la poca luz del atardecer que se filtraba a través de las toscas cortinas. Lo que había dentro del apartamento no tenía nada fuera de lo común, un librero con pesados tomos antiguos, una pequeña cocina, dos sillones individuales, etc. Pero lo que captaba más mi atención era el piano de cola -aunque me equivoqué al pensar que era una expianola- que estaba casi en un rincón de la casa, cerca de la ventana. El piano era viejo y construido con una desgastada madera marrón oscura, faltaban algunas teclas en la quinta octava, y además, la mayoría de las teclas negras y blancas ya perdían su color dejando al descubierto el café de la madera. Aún así, pese a su agónica apariencia, no disminuyeron mis ganas de escucharlo o si se podría llegar incluso a que yo lo tocara, pero no era momento para cometer tal insensatez.
Me senté en uno de los sillones y esperé a que llegara. Ya habían transcurrido tres horas y yo seguía impasivo en la misma posición, inclusive apenas se colaban un pequeño haz de luminosidad proveniente del crepúsculo exterior a través de las ventanas.
Para perder el tiempo, me levanté y me puse a husmear con delicadeza lo que había en el librero. Nada de lo que había ahí me llamaba la atención, gruesos libros de música (algunos en braile y otros no), partituras musicales, documentos personales; nada, salvo un pesado folder que yacía en la esquina superior derecha del librero.
Lo tomé con cuidado, lo traje conmigo de vuelta al sillón e hice que guardara reposo en mi regazo. Cuando lo abrí, sentí como si me hubieran dado un flechazo justo en el pecho: prácticamente era un álbum de recortes con viejas fotografías y partes de diferentes periódicos depositadas en bolsas plastificadas. Encontré al menos más de tres docenas de imágenes en las que se veía al anciano en una etapa joven; algunas de ellas acompañado de lo que pudo haber sido su familia y otras solo. Había una en la que portaba un elegante saco, estaba peinado para atrás y traía unos mocasines elegantes; se veía feliz pasando con su brazo la cintura de una hermosa muchacha con un estrafalario vestido y con otro brazo tocando el hombro de un niño de al menos ocho años el cuál también tenía su traje, pero en miniatura.
Lo que más me helaba la sangre no eran las fotografías del anciano en que su momento era felicidad plena, sino entender el contexto de todo el álbum; algunos encabezados de los recortes del periódico decían CATASTRÓFICO SISMO EN FELLINGTONG TOMA LA VIDA DE 1000 PERSONAS, MUERTE Y DESTRUCCIÓN EN FELLINGTON: SISMO DE MAGNITUD 8.7, EL BRUTAL FENÓMENO NATURAL QUE ARRASÓ CON CASAS Y EDIFICIOS LA NOCHE ANTERIOR. Recordaba aquel famoso sismo de 1985, pero nunca supe que tan apocalíptico fue y que dejó a su paso porque fellingtong no era mi ciudad natal.
Comencé a leer un apartado; pero entre más me adentraba en la historia, mayor eran mis ganas por abandonar aquel lugar que repentinamente se había vuelto tan hostil.
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Relato de media noche
Horror¿Te crees capaz de leer este pequeño relato cuando la luna llena aparezca?