El cuerpo

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—No creo que hayamos pasado por aquí.
—¿Cómo podrías saberlo? Todo se ve exactamente igual.

Las tres siluetas avanzaban a paso lento entre la oscuridad. Caminaban en fila india, cada uno sosteniendo una linterna. Dos de las luces iluminaban el estrecho pasaje que recorrían. La tercera saltaba de una pared a otra y hacia arriba.

—Estoy segura de que no entramos por aquí —repitió la chica. —Mi luz no llega al techo.

Ninguno de sus acompañantes respondió. Ambos sabían que la chica tenía razón, pero prefirieron permanecer en silencio. Mantener la idea fuera de sus mentes, como si no decirlo en voz alta lo hiciera menos real. Llevaban varias horas caminando en la oscuridad, yendo siempre hacia el frente. Era eso o regresar sobre sus pasos.

—¡Hey! ¡Ya veo el...!

Mirando hacia arriba, la chica no notó que su compañero de enfrente se había detenido, y chocó contra su enorme mochila. Antes de reclamarle por la falta de advertencia, su mirada se clavó en el punto iluminado por la linterna. Gritó.

A unos cinco metros frente a ellos había un cadáver. Cubierto de polvo y pedazos de roca, el cuerpo desnudo tenía aspecto de haber estado allí demasiado tiempo. Se encontraba, no obstante, en muy buenas condiciones. La piel comenzaba a arrugarse, y líneas rojizas se extendían en gran parte de su superficie, como cicatrices de rasguños. Había perdido todo rastro de pelo, incluyendo las cejas, lo que junto a las arrugas le daban la apariencia de un enorme feto.

—¿Qué hacemos ahora?— preguntó el hombre que viajaba atrás.
—¿Cómo que qué hacemos?—dijo la chica, desviando su mirada del cadáver. —¡Seguir caminando!

El hombre de enfrente no se movió.

—¡Con un carajo!

La chica se hizo paso entre su compañero y la pared y de un salto pasó sobre el cadáver. Dio unos cuantos pasos antes de detenerse y dirigir su luz hacia sus compañeros, que seguían sin moverse.

—¿Se lo quieren llevar?— les preguntó. El último hombre también se pegó a la roca para poder pasar y avanzó hasta donde estaba la chica. Su otro compañero seguía inmóvil, con su linterna apuntando hacia el cuerpo sin vida. Hacia su rostro, específicamente.
—¡Santiago!

El joven levantó la cabeza, mirando las dos luces al frente. Respiró hondo y tratando de no mirar el cuerpo, caminó hasta alcanzar a sus compañeros. Tal como lo había notado la chica, el techo disminuía su altura conforme avanzaban. Veinte minutos después, llegaron a la salida de la cueva.

*

"Todavía nada sobre el muerto?", decía el mensaje que envió Santiago a Joel. Regresó el celular al bolsillo de su pantalón cuando el semáforo cambió a verde, y pisó el acelerador. Pasaban 10 minutos de las 5 y la ciudad recién despertaba. Con la avenida exclusiva para él, llegaría a la escuela antes de las 5:30. "Al menos ahora llego temprano", pensó. Entonces lo vio otra vez. En medio de la calle apenas iluminada por las farolas a los lados, había una figura humana. Santiago sabía que era él. Alcanzó a distinguir su piel desnuda, sus cuencas oculares vacías y sus labios cerrados sonrientes. Aceleró. Un segundo antes de arrollarlo, una luz desde su derecha lo distrajo. Pisó el freno de inmediato y la inercia lo hizo levantarse de su asiento y chocar contra el volante. El otro auto casi se detuvo al pasar frente a él.

—¡Idiota! — le gritó el conductor.

Ignorándolo, Santiago recorrió los alrededores con la mirada. Nada. Avanzó un poco más y se estacionó en cuanto encontró un lugar disponible en la orilla de la calle. No podía respirar. Sentía algo moviéndose en su garganta que impedía el paso del aire. Se apretó el cuello con fuerza y sintió el movimiento bajo sus dedos. Con la otra abrió la puerta y salió del auto, vomitando. Agua y sangre fue todo lo que salió; llevaba varios días sin comer. Sin dormir bien. Permaneció encorvado junto a su auto, jadeando, por varios minutos. Cuando su respiración se regularizó, subió al auto y condujo el resto del camino hasta la escuela.

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