Como si fuera la primera vez

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Steve creía sinceramente, que las cosas no deberían ser así.

— La junta en la escuela de Peter es a las tres, ¿puedes ir?

— ¡Ah! ¿Tienes algo más importante que hacer?

Respiró hondo y profundo. Estaban en la cocina, sus hijos estaban ahí desayunando tranquilamente y aunque tenía la necesidad de gritar y estampar la tetera contra la pared, no debía.

Apretó con fuerza la empuñadura de su termo gris, intentando mantener su voz baja y lo más neutral posible.

— Sí. ¿Vas o no?

Un gruñido sutil fue la respuesta, que tenía que tomarla por positiva. El hombre a su lado regresó la jarra del café a su sitio, girándose y alejándose de él hasta el otro extremo de la habitación.

Solo notó la mancha del traje satín marino alejarse, como últimamente hacía.

— Ya me voy — dio un beso en las cabecitas de sus dos hijos de cinco y tres años —, tengan un lindo día.

— Adiós papá. — dijo Harley, y luego Mary — Atrapa muchos malos, papá.

— Intentaré hacerlo, princesa. — siguió a los últimos asientos de la mesa, donde los dos mayores estaban concentrados en sus platos. Johnny apenas podía mantener sus parpados arriba, Peter picoteaba su comida. — Ustedes dos, pórtense bien.

Si estuviese de mejores ánimos, los estrujaría y disfrutaría de las réplicas indignadas del futuro universitario y el quinceañero en contra de su muestra de afecto, pero no era así.

Quería correr de ahí.

Sólo recibió respuestas a medias, uno más dormido que el otro, y le tuvo que bastar para seguir su retorno.

Pero se detuvo en el marco caoba de la entrada, que a falta de puerta era tan ancha como cuatro metros le permitía tener espacio. Él de un extremo, su esposo en el otro recargado contra la pared tono crema y su mirada fija tras los costosos lentes oscuros, en su inseparable celular.

Por culpa del dichoso aparatito no podía ver muy bien los nudillos de la mano diestra, pero por un microsegundo se preguntó intensamente sí en el dedo anular de la mano derecha aún había una argolla dorada.

La pregunta se esfumó como vino. En primera, porque ninguno de los dos usaba sus anillos en la mano.

— Nos vemos luego.

Adiós.

Eso estaba muy mal.

Aun podía recordar cómo era la dinámica de sus despedidas, antes, cuando no tenía esas constantes ganas de romper todo tras las estresantes discusiones interminables. Antes, cuando llegaba tarde al trabajo porque era retenido feliz mente en la cama o en la puerta, en brazos calientes y con labios húmedos sabor a café.

Cuando las cosas eran fáciles. Eran perfectas.

Pero ya no se sentía con fuerzas para intentar cambiar algo, ni ganas ni..., nada.

Salió de la casa a paso seguro, tan firme como sus botas le permitían y como el pantalón de mezclilla se ajustaba a su andar. No podía transpirar trayendo la camisa azul puesta, por lo que, aunque quisiera ponerse a correr tan rápido como fuera posible, debía agradecer que el maletín a su costado no le impedía trotar tan veloz rumbo a su auto.

El camino de la entrada de la casa hasta la cochera era un largo tramo, pero nunca tan corto como para huir ni tan largo cuando quería que el tiempo fuese más lento. Era lo justo para ir en su contra cada mañana.

Como si fuera la primera vezDonde viven las historias. Descúbrelo ahora