2. Sobre María

13 0 0
                                    

María había llegado al pueblo a la corta edad de siete años, era hija de una esclava de las desconocidas tierras orientales y un hombre blanco, pero sus rasgos no hacían más que girar caras, para bien o para mal. Ella había acudido a su iglesia desde su llegada, acompañada primero con otras criadas, aunque a medida que fue creciendo, la fueron dejando sola, tal vez porque sus rasgos habían tomado un camino diferente, más dirigido hacia sus raíces maternas. Ella era astuta, a su manera, aunque no lo suficiente para torear a Caín, nunca suficiente para escaparse de él.

Nunca había sido bonita, eso seguro. Tenía dientes amarillentos, cicatrices de enfermedades, y una nariz chata digna de una criada. Aún así, recordaba con anhelo aquella piel suave y tostada por el arduo trabajo bajo el sol. Recordaba sus ojos oscuros como la noche, y su boca cuando reía, tan ruidosa y maleducada. Tan horrible, era la antítesis de lo femenino. 

Nunca entendería cómo había acabado perdido en un ser tan imperfecto. Pero ella era tan... tan natural. No había aprendido sobre modales, y esa manera suya de ser era instintiva, algo natural y bello, tan diferente a todo lo que alguna vez había atraído su mirada. Cuando la veía en las mañanas en misa era un gozo inmenso, más que apreciar una obra de arte... no, era como apreciar arte, uno primitivo pero aún así puro, genuino.
Recordaba con anhelo la perfección de sus pecas que se acentuaban en el verano, suspiraba ante el pensamiento de sus dedos ásperos, y sentía su garganta cerrarse cuando intentaba rememorar aquel olor tan particular que lo acompañaba aún tantos años después. 

Recordaba tantas cosas, ah. María, su bello y estúpido amor.

Como si acabase de inyectarse una fuerte droga, Caín se hundió más en la silla en la que se encontraba, dejando el café olvidado entre sus manos. Sus ojos se cerraron, se sentía en el séptimo cielo cada vez que la rememoraba. Ella era una droga, más adictiva que cualquiera que pudiese haber tenido en sus manos, y eso era tan... enriquecedor.

Como deseaba haber sido más egoísta con ella y su cuerpo, y su mente.

Cuando cumplió los dieciséis, ya hecha una mujer y aún así soltera, fue cuando él decidió acercarse, invadirla, hacerla totalmente de su propiedad.    Recuerda con claridad la primera vez que la tuvo entre sus brazos. María, como cualquier joven virgen, fue tímida y se sintió violentada ante la idea de un hombre tocándola, pero pronto cayó en sus fauces. Y es que Caín no había gastado noches con mujeres como la misma Lilith para quedarse sin una pizca de conocimiento. Hundió su mano entre sus faldas sucias de tierra, y pronto, se encontró a sí besando piel salada, piel que prácticamente no había visto el sol.

La hizo suya mil y una veces, siempre a la luz de las velas, permitiéndose pecar, en el nombre de algo que, aunque quiso llamar lujuria, no era más que amor. Pero ella era mortal, y envejecía. 
Y como toda historia de amor, acabó. 
La autocompasión era agridulce, y a pesar de que solía rechazarla, no seria la falta de tiempo la que lo haría detener la ola de pensamientos que recorrían su mente. Sus ojos se mantuvieron cerrados, ignorando cualquier sonido que se colara entre las cortinas del balcón que daba a la calle.

  —  ¿Vas a quedarte durmiendo eternamente? —  la voz masculina que rompía su concentración hizo que un suspiro escapara de los labios de Caín, que se incorporó de nuevo en el sillón, sentándose con rectitud. No hacía falta mirar en dirección al hombre con cabello color fuego para saber de quién se trataba. El café ya estaba frío. 
Se fijó en el reloj, habían pasado dos horas desde que había empezado a fantasear, y lo cierto es que había sido como un breve segundo. Después de todo, en su vida, ¿qué no era rápido? Podría repasar sus hazañas en un parpadeo y contarlas en un párrafo, si quisiese. Comprimir miles de años en un segundo no era un reto para él.

Se levantó finalmente, aclarando su garganta y dando un trago del café frío. Le gustaba dulce, y con el tiempo, se había vuelto más dulce si era posible. Giró su rostro finalmente, echando una ojeada al aspecto ajeno antes de hablar, con un tono de voz monótono, ajeno a lo que pasaba hace unos momentos por su mente. 
  —  No creo que afecte al curso de la historia. —  mencionó con tono casual el rubio, que se movió por la pequeña sala para dejar la porcelana blanca sobre la mesa, volviéndose hasta el ajeno. Sus dedos se arrastran por la madera, tomando aire con impaciencia. —  ¿Necesitas algo? — inquirió finalmente, alzando la barbilla en su dirección. —  Tengo una misa que dar.

Señaló con total naturalidad, como si no fuese una gran ironía. 

— ¿Hablarás sobre la traición de Eva, o sobre el pecado de Qáyin? 
— Sobre la caída de los ángeles que traicionaron a Dios. —  respondió, lanzando una mirada helada en su dirección. Caín se movió en dirección al pasillo de entrada, cogiendo su chaqueta en el proceso, y miró sobre su hombro al demonio; —  Nos vemos, Samael. 


You've reached the end of published parts.

⏰ Last updated: Feb 10, 2019 ⏰

Add this story to your Library to get notified about new parts!

When the night fallsWhere stories live. Discover now