Los Asesinatos de la Calle Morgue

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Las características de la inteligencia denominadas analíticas son en sí mismas poco susceptibles de análisis. Las apreciamos sólo en sus efectos. Sabemos de ellas, entre otras cosas, que son, para los que las poseen en alto grado, fuente del mayor goce. Así como el hombre fuerte se complace en su destreza física, deleitándose con ejercicios que pongan en acción a sus músculos, así goza el analista en la actividad espiritual que significa desenredar. Se complace aún en las ocupaciones triviales que ponen en juego su talento. Le gustan los enigmas, los acertijos, los jeroglíficos, y al solucionarlos demuestra un grado de perspicacia que, para el resto de las mentes, parece sobrenatural. En realidad, sus resultados, obtenidos a través del alma y la esencia del método, tienen todo el aire de la intuición.

Posiblemente, la facultad de resolver se recuerda en gran medida con el estudios las matemáticas y, en especial, por su rama más alta que, injustamente o sólo por las retrógradas operaciones, se denomina análisis, como si se tratará del análisis par excellence. Sin embargo, calcular no es en sí mismo analizar. Por ejemplo, un jugador de ajedrez hace lo primero, sin esforzarse en lo segundo. Por tanto, el juego de ajedrez es considerado erróneamente en cuanto a sus efectos en la naturaleza de la inteligencia. No estoy escribiendo un tratado, sino simplemente me limito a dar un prólogo a una narración algo especial, mediante observaciones azarosas. Por tanto, aproveché la oportunidad para asegurar que los poderes más altos de la inteligencia reflexiva se aplican más claramente y con más utilidad en el poco ostentoso juego de damas más que en la elaborada frivolidad del ajedrez. En este último, en que las piezas tiene movimientos diferentes y extraños, con valores diversos y variables, lo cual lo hace sólo más complejo, se malinterpretar como algo profundo (lo que es un error bastante común). Aquí juega un papel importantísimo la atención. Si se pierde por un momento, se comete un descuido se multiplican, y en nueve de cada diez casos, gana el que más se concentra y no el más agudo. Por el contrario, en las damas, donde los movimientos son únicos y existen pocas variaciones, las probabilidades de inadvertencia disminuyen, lo cual deja a un lado la simple atención, y las ventajas obtenidas por cada uno provienen de una perspicacia superior. Para ser menos abstracto, supongamos un juego de damas donde las únicas cuatro piezas son reyes y donde, por supuesto, no se espera que se produzcan distracciones.
Resulta obvio que la victoria puede decidirse (entre jugadores de fortaleza similar) sólo por algún movimiento sutil como resultado de un gran esfuerzo de la inteligencia. Privado de recursos comunes, el analista penetra en el espíritu de su oponente, se identifica con él y a menudo descubre, con una simple mirada, los métodos (A veces realmente sencillos) por los que puede inducirle a error o precipitarlo a un mal cálculo.

El whist ha sido considerado durante mucho tiempo por su influencia en lo que se denomina poder de cálculo, y se ha reconocido que los hombres de inteligencia superior encuentran un inexplicable placer en él, mientras que dejan de lado el ajedrez por considerarlo frívolo. Sin duda, no hay nada de naturaleza similar que ponga a prueba la facultad de análisis.

El mejor jugador de ajedrez del mundo no puede ser mucho más que el mejor jugador de ajedrez; sin embargo, el dominio del whist implica una capacidad para el éxito en todos estos desafíos más importantes en que la mente lucha con la mente. Cuando digo dominio, me refiero a esa perfección en el juego que incluye la comprensión de todas la fuentes de donde pueden derivarse ventajas legítimas. No son múltiples, sin multiformes, y con frecuencia se encuentran en capas tan profundas del pensamiento que resultan inaccesibles para el entendimiento común. La observación atenta conlleva el recuerdo claro, y, hasta ahora, el jugador de ajedrez concentrado podría jugar bien al whist; mientras las reglas de Hoyle (basadas en el mero mecanismo del juego) resultan suficientemente comprensibles en general. Por tanto, tener una memoria retentiva y guiarse "por el libro" son puntos normalmente considerados como la suma total de un buen juego. Pero la habilidad del analista se ve en asuntos que trascienden los límites de las simples reglas. En silencio, realiza una serie de observaciones y conclusiones, al igual, quizá, que sus compañero, y la diferencia en cuanto a la cantidad de información obtenida reside no tanto en la validez de la conclusión sino en la calidad de la observación. Lo que se debe saber es qué observar. Nuestro jugador no se encierra en sí mismo; ni tampoco, dado que el objetivo es el juego, rechaza deducciones a partir de elementos externos al mismo. Examina el semblante de su compañero y lo compara con el de cada uno de sus oponentes. Considera el modo en que cada uno ordena las cartas; a menudo cuenta las cartas ganadoras y perdedoras de sus oponentes según cómo miren las cartas que sostienen. Detecta cada cambio en sus rostros a medida que transcurre el juego, recogiendo elementos para pensar a partir de las diferencias en las expresiones de seguridad, sorpresa, triunfo o contrariedad. Por la manera en que recoge una baza, juzga si la persona que la recoge puede tener otra del mismo palo. Reconoce una jugada fingida por la forma en que se arrojan las cartas sobre el tapete. Una palabra casual o descuidada, la caída o vuelta accidental de una carta, con la consiguiente ansiedad o descuido con respecto a su disposición; la incomodidad, la duda, la ansiedad o el temor... todo ello aporta a la percepción aparentemente intuitiva signos del estado real de las cosas. Cuando se han jugado las primeras dos o tres manos, conoce perfectamente las cartas de cada uno y desde ese momento utiliza las propias con una precisión tan absoluta como si los otros jugadores le hubieran enseñado las suyas.

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