"¿Quién decide que puede mandar sobre ti? Nadie, ¿verdad? Entonces sal ahí fuera y cómete el mundo. Quiere, ríe, disfruta y, sobre todo : vive. No temas en arriesgar, porque si siempre dices "nunca", nunca será siempre."
Las palabras se convierten en un vago recuerdo mientras que resuenan en mi mente, mientras mantengo mis ojos cerrados. Nunca pensé en que recordaría ese pequeño consejo que me dijo mi padre antes de marcharse; pero mucho menos en que estaría despierta, aunque en estado de letargo, a la espera de que suene la alarma. Me echo ligeramente sobre el costado izquierdo y empieza a sonar el desagradable sonido del despertador. No puedo evitar hacer una mueca que expresa mi desagrado, pero no tengo otra opción que dejar mi pereza a un lado y levantarme.
-¡Alma, despierta! - se oye al otro lado de la puerta.
Es mi madre, siempre atenta y siempre luchadora. Mujer soltera que ha aguantado miles de adversidades para cuidar de mi y mis hermanos y que, con rostro cansado y un toque amargo en su mirada, pone su mayor sonrisa para nosotros.
Me incorporo sobre el colchón y con seguridad apoyo el pie (¡el derecho!) en el suelo a la vez que un ligero escalofrío recorre mi piel desnuda, cubierta solamente por una camiseta de tirantes y unas bragas un tanto anticuadas, al sentir el frío del parquet. Estamos en la primera quincena de septiembre y empieza una nueva etapa estudiantil. Recorro el dormitorio en una milésima de segundo pero me da tiempo mirarme de reojo en el espejo y notar mi pelo alborotado; pero eso no es lo importante, mi mayor preocupación se centraba en probarme el uniforme del nuevo instituto al que iría.
Nunca me han desagradado los uniformes, me ahorraban el trabajo de elegir la ropa de cada día; y este es especialmente bonito: camisa blanca de textura suave, creo que es algodón; con disimulados botones los cuales se esconden bajo una lazada rosa palo qué, sinceramente le daba un toquecito de vida y encima iba a juego con el rosado de mis mejillas. La falda, por encima de la rodilla, mostraba una cierta similitud a la ropa de los marineros: de color azul oscuro y con plieguecitos que hacían destacar una gruesa línea blanca al final de la falda. Aunque siempre he sido más de pantalones, no me disgustaba llevarlo.
Vivo cerca de lo que será mi nuevo instituto, pero aún así no quiero demorarme demasiado, aunque los nervios en el cuerpo automáticamente impedían que se me fuese el santo al cielo. Me maquillo un poco dándole un toque mas alegre pero natural a mi cara, pálida como la de un fantasma aún habiéndose acabado el verano recientemente (¡nadie sabe cuánto odio tomar el sol!) y dedico un par de minutos a peinarme mi pelo agradeciendo, como siempre, el no tenerlo demasiado largo; pues eso me ahorraba tiempo y posiblemente, miles de disgustos con la plancha de peinar. Cuando considero que estoy completamente lista, me doy un par de palmadas en los mofletes y salgo de casa.
Ando por las calles de un barrio que no me resulta familiar. Solo llevo una semana instalada y mi vida social hasta ahora ha sido de un -20. Pero hoy cambiará todo , conoceré a gente estupenda con la que adaptarme al lugar. Camino alegremente y a paso ligero pensando en que debo ser la única persona en el mundo feliz de haberse mudado; pero es que no lo puedo evitar: adoro los sitios nuevos, el cambio... Ir a la aventura.
Imagino unas cuantas situaciones para empezar el curso, a cada cual mejor; mientras veo cada vez mas cerca la gran entrada del instituto.
Es un sitio nuevo, nadie me conoce, no conozco a nadie, es una nueva vida, una nueva yo... No paro de repetir las mismas frases en mi cabeza mientras acelero el paso cuando, de repente, siento que una persona choca contra el lateral de mi cuerpo, rozándome con su mano la cabeza y tambaleándome ligeramente.
-¡Lo siento! - Exclama un chaval no mas alto que yo, entre risas y una mirada nerviosa. Solo me dio tiempo a fijarme en sus pintas algo "macarras" cuando desaparece de mi vista.
Entro por el patio principal, con la figura erguida y alargando el cuello lo más que puedo para dar una impresión de confianza que ahuyente mis nervios. Todo el mundo me está mirando, por unos momentos soy el centro de atención de decenas de alumnos que no paran de... reírse.
Por un momento dudo de si soy el nuevo payaso del lugar y decido aligerar lo más posible hasta llegar a mi clase correspondiente, sentándome al final del todo: cuarta fila, junto a la pared. En los institutos quienes consiguen sentarse junto a la pared son unos privilegiados: no tienen a más de un compañero a sus lados que les pueda molestar, pueden sentarse apoyando la espalda en la pared en vez de en el doloroso respaldo de la silla, etc.
Veo que se acerca una chica hacia mi mesa, que bien, eso es señal de que parezco interesante a la vista de los demás. Decido alzar la cabeza con una sonrisa en la cara cuando veo que la mano de la misteriosa chavala agarra un mechón de mi pelo y pregunta entre estrepitosas carcajadas: ¿Quién te ha pegado este chicle en el pelo?