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— ¡Y cómo la envidia me invade y me rompe el alma!

— ¿A quién hablas, mujer, a qué oídos diriges esos lamentos solitarios?

— Me dirijo al vacío, que es el único que me queda ya, y me escucha atento, sin esperar nada.

— ¡Cuánto lo siento, oh, mujer desconsolada! Deja que te diga que ni siquiera el vacío puede escucharte ya, por eso ha llegado mi presencia a auxiliar tu martirio.

— Disculpe, ¿quién es usted? No veo nada en este mar de llanto...

— No soy, pero estoy. Puedo ver sin ser ojos, puedo sentir sin ser forma humana, puedo escuchar sin ser oídos y puedo también hablar sin tener voz ni garganta.

— Es cierto, estás aquí aunque no te vea. ¡Óyeme tú entonces, tú que eres lo único que se ha quedado! ¡Deja que clave en esos falsos oídos mis dardos!

— Te escucho, pobre criatura. Dime, ¿qué es lo que buscas?

— Ni una vaga idea tengo, estoy perdida y no me encuentro. No sé qué busco, ni sé qué quiero, pero ha de ser algo que no alcance mi ser, algo que va más allá de lo que tengo, o más bien, tuve, en este encierro.

— Puedo adivinar tus intenciones desesperadas, muchas veces te he visto ir a buscar alimento donde solo había carne desmembrada. ¿Por qué, dudosa inocencia, qué te llevó a cometer tal acto?

— Ay, ya me confundes, si pudiera te confesaría qué hice, cuándo, cómo, pero hay un dolor en el fondo de mi alma que me impide pronunciar palabra, así pues no soy ni seré capaz de explicar nunca la virtú maquiavélica o más bien, endiablada que me impulsó a cometer tan crueles desgracias...

— Sé que estás dolida, y lo siento, pero sé también que no todo es dolor y aires confusos. Habla, mujer, ¿qué más escondes en ese viento?

— Calla, calla. A mí no has de preguntarme qué hay o no en mi desconcierto.

— ¿Y a quién si no, mujer? Solo quiero saber que elementos perversos ocultas en esa niebla densa que te hace bailar entre la culpa y el miedo.

— Culpa, viento, niebla, miedo... Pero, ¿a qué vienes aquí, desviado marinero, interrogándome sobre asuntos que me resultan enormemente difíciles de explicar? Se supone que traías contigo auxilio y sin embargo, solo clavas tus preguntas como hirientes lanzas puntiagudas, que me desangran con cada contestación. Y ahí estás, quienquiera que seas, con el falso interés de por medio, sin darte cuenta de nada de esto.

— Me doy cuenta, y trato de ayudarte, pero si no confiesas nunca sabré como hacerlo.

— No me fío.

— No tienes otra opción, fíate, te digo.

— Bueno, lo haré de manera disconforme, por un tiempo.

— Algo escucho en tu voz, algo que también veo. Se mezcla la sangre de tus labios impregnada con los nervios encadenados a cada palabra.

— No quiero más sangre, y sí, estoy nerviosa, pero es porque hace tiempo que no hablo con nadie de esto...

— Sincérate conmigo, o todo el tiempo que llevamos conversando para nada habrá servido.

— Pues escuche entonces esto que voy a decirle, es cierto que hay sangre ajena en mis labios, que resbala por todo mi cuerpo como un río escarlata provocado por mis mismas manos, que esparcen el carmín por cada vértice incompleto.

Castigo DivinoWhere stories live. Discover now