Eran las ocho y cuarto de una fría mañana de enero. La estación de tren estaba bastante lejos de cualquier ciudad cercana, y por eso había sido elegida como punto de encuentro. Realmente de estación tenía poco, ya que era simplemente una plataforma de hormigón dispuesta en el centro de las dos vías. Los carteles que indicaban el nombre de la estación hacía tiempo que se habían oxidado y los bancos estaban rotos. Nada parecía indicar que por ahí siguiesen pasando trenes, ya que ni siquiera había un triste semáforo en los alrededores de la estación. En efecto, las apariencias engañan, puesto que en cinco minutos aparecería el tren que les llevaría a su destino después de hora y media de viaje. El paisaje que se observaba desde la estación era maravilloso. Por todo el terreno se podía observar un maravilloso bosque de robles desnudos. Se empezó a oír un chirrido en la catenaria y al cabo de un rato también en las vías. El tren apareció al otro lado de la curva, a gran velocidad, pero con el tiempo suficiente para parar justo en el andén. Todos entraron. La estación ses quedó vacía y el tren prosiguió su marcha.