Violetas

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La lluvia se estrellaba contra los enormes ventanales. Dentro de la oficina, se veía como una película silenciosa las gotas alterando la imagen del edificio de en frente. La gente dentro estaba algo más inquieta, conversando del clima, secando calcetines húmedos en los pequeño calentadores que tenían algunos junto a sus escritorios. Gwiboon miraba con curiosidad hacia los cristales que habían frente a su silla, donde el edificio de un azul brillante en frente parecía desvanecerse con los chubascos, y la lluvia no se sentía lluvia ahí entre las paredes pintadas de un blanco frío, calentadas por aire acondicionado.

Suspiró cansada, volviendo su mirada melancólica hacia los números digitales ordenados en una página de Excel. Quería estar en casa. En momentos así, se cuestionaba si realmente valía la pena trabajar, levantarse temprano, pasar horas ordenando cifras en un computador. Preferiría estar en su cama, arropada, tomando una infusión caliente – podía ser cualquiera-, y podría estar llenando tablas de Excel, ¿por qué no? Seguro que sería igual, o incluso más provechoso, que tener que estar ahí, deprimida, somnolienta y terriblemente aburrida, trabajando pero a la vez revisando constantemente las manillas del reloj retro que tenía a un lado de la pantalla de su ordenador.

La pantalla llena de flores de su móvil se encendió, y el jardín digital se cubría con una nube gris de Kakao, dejando ver un pequeño mensaje que la hizo sonreír con cariño.

"¿Hamburguesas o pizza?"

Lo bueno es que mañana es sábado. Se consoló riendo, volviendo a los números, dejando el móvil parpadeando suavemente. No necesitaba responder ese mensaje, sabia que alguien al otro lado no esperaba una respuesta. Esa persona solo quería entregarle ese mensaje, esa distracción, esa atención.

Violetas

Kim Gwiboon tenía 27 años. Y estaba en una etapa extraña de su vida. Se suponía que estaba, de cierta forma, en la flor de su juventud. Se graduó de administración un par de años atrás, sonrió con verdadero alivio sujetando su diploma de egreso para las fotografías que sus padres colgaban en la casa de su familia. Por suerte se había mudado un hace casi un año a un departamento con una amiga, y no tenia que ver la mueca cansada en su rostro cada día al volver del trabajo. Porque sería como ver un espejo, se estaría mirando a si misma cada vez que abriera la puerta y se quitara los zapatos, vería la sonrisa cansada, algo esperanzada, se quedaría ahí quieta, de una pieza, intentando entender qué expresión tendría ella en ese momento, frente a su reflejo impreso de hace un años atrás. ¿Luciría cansada? Seguro que si. Sus compañeros se lo recordaban a menudo, sobre todo cuando olvidaba colocarse labial. Y probablemente luciría una palidez enfermiza propia de las trabajadoras de su tipo -resguardadas en sus oficinas, con la piel azulada bañada bajo la luz fría del computador-. Y tenía los labios, el pelo, las uñas, todo quebradizo por el aire seco de la ventilación artificial... seguro que la Gwiboon que sonríe graduándose, no querría ver a esta que entra agotada, deshidratada, malhumorada, pálida y somnolienta.

Se graduó de la universidad con honores, consiguió rápidamente un empleo, y apenas tuvo la oportunidad, se mudo al centro, cerca de su trabajo. Ahora pensaba que eso no había sido tan buena idea, porque aún cuando se evitaba el tráfico y el transporte público, no se sentía cómoda saliendo al barrio en sus días libres. De alguna forma, no quería ni recordar durante su tiempo de descanso cosas relativas al trabajo, prefería quedarse acostada, ir a comer pastel o sentarse con un libro en el balcón, cigarro entre sus dedos flacos, el cenicero repleto y una cerveza fría a medio beber. Eso era su tiempo libre. Pero ahora no quería pensar en eso, no quería desear eso cuando tenía el reloj ahí al lado recordándole que faltaban dos horas, una hora, lo que fuera, para empezar recién a pensar en salir.

V I O L E T A SDonde viven las historias. Descúbrelo ahora