El dulce Encanto de lo Exótico

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Capítulo 1

El eclipse de luna era el quince de abril de mil novecientos ochenta, a las cuatro de la madrugada. La gente en Buenos Aires, en Plaza Francia, estaba esperando ansiosa la llegada del fenómeno. Y la francesa llegó con un poncho color camello, encima de su camisola y el Oxford de jeans ajustado. Se paró junto a un hombre que vendía café y medialunas, le pidió uno, le pagó y vio que un hombre pasaba entre los hombres con una energía ancestral, parecía un búfalo en medio de ellos y no lo dejó ir, lo penetró con la mirada. Él se paró junto a ella y la miró, se observaron.

̶ Hace frío. ̶ dijo él sacando sus manos de los bolsillos y frotándose en los brazos dormidos.

̶ Sí, me gustaría estar caliente. ̶ respondió ella naturalmente.

̶ Entonces, ven. ̶ la invitó el hombre moviendo la cabeza en dirección hacia un árbol inmenso que estaba detrás. Las raíces de los árboles resquebrajaban la acera por completo, levantando las baldosas. Con la poca luz que había en medio de la noche, generaba un espectro de magia que aterraba.

El hombre era alto, de casi dos metros, de cabellos oscuros, ojos grandes, boca delineada, de voz apacible y sensual. De todo eso se enamoró ella. En sus ojos inevitables había un secreto que no sabía si algún día podría llegar a develar. Sus manos eran fuertes, pues lo sintió cuando la tomó de la cintura, la apretó junto a su cuerpo y comenzó a morderle el cuello, a besarla desesperado, a mirarla detenidamente con la respiración agitada, con la erección que le brotaba del pantalón, visiblemente.

̶ Házmelo aquí. ̶ le exigió ella en un español afrancesado. Eso lo excitó.

̶ Eso querés. ̶ le dijo tomándola de los cabellos, fuerte, con una mano, con la otra le bajó el cierre de los jeans y metió sus dedos. Estaba húmeda, desaforada, como hacía dos años que no estaba. El hecho de que estuviera tan excitada le generaba una sensación libidinosa, lo enloquecía, estaba desatado: metió su pene dentro de su vagina y la penetraba rápido, con fuerza, le tapaba la boca para que nadie en la plaza los oyera, se movía de manera circular, lento, parejo y retomaba su impacto brutal sobre ella.

Unas hojas del árbol caían sobre ellos, se sentían divertidos y perdidos en el otro, levantaron la vista y notaron que todo alrededor estaba iluminado por la luz de la luna roja del eclipse.

̶ Oh, sí ̶ gemía ella.

Federico De Oliver había sido el hombre con el que la europea había decidido comenzar una nueva vida. Era un hombre de alto poder adquisitivo, de un optimismo envidiable, considerado el médico cirujano más codiciado de la clínica dónde trabajaban ambos. Si bien él no creía en el amor, asimilaba la idea de que a los treinta años ya era hora de formar una familia y por eso había aceptado cuando la francesa le pidió casamiento, porque sentía el paso del tiempo y la soledad estaba golpeando su puerta.

Y como regalo de luna de miel había elegido el lugar correcto, el que los dioses le habían enviado desde antes de que naciera: la bella y paradisiaca Isla de Haití.

Llegaron, entonces, a Puerto Príncipe, la capital haitiana, en un día de calor sofocante. No podían respirar y el cielo estaba limpio.

Geraldine había salido del país e ingresado a la isla sin ningún problema, lo que la tranquilizaba lo suficiente. El temor de que la policía internacional la detuviera había desaparecido.

Uno de los hoteles más lujosos y mejor ubicados estaba en Gonaïves, al oeste, y fueron allí en el único taxi que estaba disponible en medio de tanto tráfico y tumulto de gente. El viaje estaba durando más de tres horas y el sol comenzaba a caer, en un abrir y cerrar de ojos ya era de noche y no sabían dónde se encontraban. El recorrido se hacía cada vez más extenso y ellos preguntaban dónde estaban pero el mulato que conducía respondió con una pregunta:

EL dulce encanto de lo exóticoWhere stories live. Discover now