Capítulo único

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La luz de aquella mañana comenzó a hacérsele molesta. En un principio, notar las suaves y tímidas caricias del amanecer adentrándose por la ventana no parecía ser muy contraproducente. Pero ahora su habitación estaba demasiado iluminada impidiéndole volver a dormirse una vez. Al parecer, había olvidado cerrar las cortinas. Otra vez. Pero no era su culpa, solo era una costumbre que jamás adquirió, debido a que era él quien solía hacerlo antes de dormir.

Saborío su propia saliva. Sintiendo como su lengua se pegaba a su paladar en un sabor amargo del vodka de la noche anterior. Abrió los ojos con pesadez, maldiciendo la claridad de la mañana. Dejó caer su rostro con molestia sobre la almohada gimiendo en un ahogado lamento desbordante de odio y pereza.

Otro estúpido día con vida.

Sus párpados se distanciaron de la almohada, observando la blanca tela que ha sido única compañía en estos oscuros días. Su vista se torneó hacia su costado derecho, hacia aquel lugar de su cama que yacía vacío, aún tendido, con la almohada esponjada. Se quedó en silencio, apreciando aquella figura esbelta que se formaba en sus recuerdos. En esas mismas sabanas. En esa misma cama. Tan real.

Extendió su mano, con cierta timidez. Como si aquella figura inexistente fuese a voltearse a regañarlo por despertarlo. Sus gruesos, largos y callosos dedos se enterraron en la almohada en desuso, en un movimiento moroso que sería hipnótico para cualquiera. Hundió su nariz en ella. Respiró hondo, embriagándose con el aroma que constantemente se mantenía en su mente.

Maldición, se estaba desvaneciendo.

Con pesadez separó su humanidad de la cama, escuchando como su espalda se acomodaba en sonoros crujidos ante la falta de costumbre de aquella acción. Se tambaleó un momento. Dudando si realmente era necesario moverse, pues, su piel pedía a gritos volver a la cama ante las pervertidas caricias de la inexistente brisa en su bronceada piel.

Su cuerpo cubierto solo por su ropa interior, resaltaba en aquella habitación. Los moretones. Las cicatrices. Las viejas heridas. Dejaban un lienzo acaramelado que contaba cientos de historias de carrera. Historias que semanas atrás se hubiera jactado de su fuerza, valentía y gran ferocidad en batalla. Al desborde de una petulancia tan natural, que el país reconocía como característica de él.

Miró su dormitorio y lo primero que hizo fue cerrar las jodidas cortinas que habían interrumpido su dulce sueño. Bostezó, y el hambre se hizo presente en una desagradable fatiga ante la constante falta de comida. No iba a objetar ante aquella necesidad tan natural, así que avanzó hacia cocina tomando sus gastados pantalones en el camino.

Su víctima fue la caja de leche del refrigerador. Percibiendo a simple vista la falta de víveres en su despensa. Maldicion. Tendría que ir a la tienda, tampoco tenía costumbre de hacer aquello, también solía ser trabajo del estúpido ese. La idea de salir le enojaba, no gustaba cruzar del umbral, eso implicaría que tendría que toparse con gente. Personas que le veían y le sonreirían falsamente.

No gracias.

Su espalda se dejó caer contra la nevera. Sus ojos de brillante gránate, se pasearon por la sala de su departamento. Aún estaban esos feos cuadros de madera que él había insistido en colgar porque eran "Bonitos". Desde el día en que se mudaron juntos los había odiados, eran demasiado coloridos, muy infantiles para su gusto. Totalmente desintonizados con los sillones que Bakugo había elegido. Esos cuadros eran tan cursis mientras que sus sillones daban un toque soberbio al departamento.

─Ese maldito sin gusto─ gruñó entre dientes formando una sonrisa ladina repleta de burla y soberbia. Casi podía ver a ese idiota discutiéndole e intentando convencerle que aquellos marcos eran bonitos y sofisticados. Pero que idiota.

El aroma de un recuerdo (Katsuki x Deku) [Editado]Donde viven las historias. Descúbrelo ahora