II. La hora de la siesta

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Odiaba dormir la siesta. Su madre, quien después de todo había dormido siestas toda la vida, la obligaba. Ese era su modo de mantener la costumbre y salvar a su hija del golpe de calor, que deja a los niños medio tontos, como siempre decía, igual que él, el Leonardo, que nunca se recuperó del todo y mira lo burro que quedó. Entre las dos y las cuatro de cada tarde, en la esquina de la 38 y la 9 se desataban batallas campales. Siempre ganaba la madre, tenía bajo la manga el recurso inapelable del chancletazo. Ella, llorando, terminaba durmiéndose para despertarse con horribles dolores de cabeza causados por el calor, el exceso de sueño y, sobre todo, la humillación y la fuerza que hacía al apretar los dientes mientras cerraba los ojos tratando de no llorar más.

Se llenó de rencor y comenzó a fantasear con la muerte... primero con la de su madre, como un modo para terminar para siempre con ese descanso forzado. Luego, con la propia. Algo que, con el tiempo se convertiría en su juego favorito. Era una alternativa que le atraía mucho, ya que le permitiría dejar a su madre para siempre con el dolor y el remordimiento de haberla matado con un siestazo.

Le tomó un tiempo dominar el arte de la autoaniquilación fantaseada, pero logró resultados muy alentadores. Se pasaba entre hora y media y dos en silencio, sin moverse, casi sin respirar, imaginando una y otra vez en blanco y negro, porque esas escenas ameritaban ser vistas como película muda, cómo su madre abría la puerta del cuarto, lloraba a gritos su muerte y se daba golpes en el pecho ante la mirada reprobatoria de los vecinos.

Los avances eran alentadores. Sus primeras muertes estaban llenas de prejuicios infantiles y rigideces poco naturales... ¿de dónde habría sacado que alguien muere siempre boca arriba y con los brazos cruzados sobre el pecho? Muertes principiantes... De a poco fue invirtiendo su creatividad y las muertes ganaron en dramatismo. Comenzó a morir en posiciones inverosímiles, a veces en el piso, a veces parecía que la muerte la había sorprendido cuando iba a acostarse. Más realismo le trajo como consecuencia despertares con dolores de cuellos y piernas acosadas por miles de alfilercitos que se clavaban sin cesar por falta de circulación... gajes del oficio de morir.

Pasó el tiempo, no recuerda cuánto por la percepción temporal nebulosa típica de la infancia, y la costumbre se fue asentando. Cuando estaba aburrida, toda superficie era vista por ella como potencial escena del crimen (porque eso era, un filicidio lo que iba a suceder). Empezó a morir en cualquier lugar. Incluso dominó el arte mortal acuático cuando su madre, después de haber comprado un terreno a media cuadra mandó a construir una piscina de 10 metros con dos de profundidad solo para ella. Le prohibía invitar a alguien por si pasaba algo, no quería tener que lidiar con demandas de padres enojados por ahogamientos de niños -lo loco era que no le preocupaba lo que sucediera con el vecinito, sino con el reclamo de sus padres no más- Le había costado un dineral y esperaba que ella la aprovechara. Obligada, todos los días después de las 4, para que el sol no le hiciera mal, después de la infame siesta, caminaba esa media cuadra muriendo. Allí, se ahogaba miles de veces. Boca arriba para respirar, flotaba inerte durante todo el tiempo posible, siguiendo con su cuerpo relajado las suaves ondulaciones del agua. A veces también fingía muertes recientes y se quedaba bajo el agua, pegadita al piso, boca abajo y luchando contra la tendencia natural a subir. Con todos estos ejercicios no ganó mucho más que una capacidad pulmonar envidiable y dedos arrugadísimos.

La mamá, que nunca se enteró de todo esto, iba por la vida muy contenta contando que su hija por fin se había encausado y que ahora dormía la siesta, protegida del calor y practicaba de manera entusiasta natación. El mundo volvía a estar en orden, por fin, y ella era una buena madre.

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⏰ Última actualización: Jul 08, 2018 ⏰

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