¿Cuántas veces había soñado con algo como eso? ¿Cuántas veces había imaginado el ser tomada de esa manera? ¿Cuántas veces mis noches no se habían pintado de rojo carmesí esperando que mis fantasías se volvieran realidad? Tantas veces, tantas fantasías, tantas ganas de ser liberada, no, liberada no... Capturada, capturada bajo el placer de la compañía y el calor de su cuerpo. No lo planeaba, no lo buscaba, no me atormentaba... Era parte de mi inconsciente, parte de esa necesidad oscura en el fondo de mi corazón, ese hilo frágil que esperaba ser tensado hasta su límite creando una ola de calor imparable... Sí, lo deseaba, pero como toda joven insegura había dejado que todo el tiempo pasara y había cerrado cada puerta evitando un mal encuentro, pero no esa noche... No, esa noche me dejé llevar, quité los límites y los tiré a la basura, dejé que él... Que él se deshiciera de mi coherencia y me envolviera en sus brazos... él... Cómo no pensar en él...
Con solo cerrar mis ojos podía recordar su sonrisa, sus ojos fijos en los míos y ese sutil olor que solo él tenía... Podía recordar la noche en que todo empezó y es que fue simple, fue inesperado, fue imperfecto y de alguna forma inigualable. Recordarlo a él era tan placentero como haberlo tenido conmigo... Y es que jamás me hubiera imaginado que en solo dos noches alcanzaría un límite que solo pensé alcanzar bajo situaciones previamente planificadas; en esas dos noches había descubierto pequeños detalles que aunque sabía eran causados por situaciones externas me seguían causando curiosidad... como las reglas.
Sí, él tenía reglas. Solo dos reglas; la primera, nada de besos en su deliciosa y sexy boca. Si quería algo parecido obtendría un pequeño y juguetón roce de labios que él llamaba "picos de perro" (y es que le quedaba, teniendo en cuenta que su novia estaba en otra ciudad esperando por él, y sí, aplicaba a mí también por haberme metido con un chico cuya novia estaba en otra ciudad esperando por él). La segunda regla era igual de simple, nada de besos en su cuello. Podía acariciarlo, pero no besarlo o morderlo o cualquier otra cosa. Su cuello estaba prohibido, vetado e incluso podía obtener un castigo si cruzaba esa línea. Al final, si seguía esas reglas podría hacer lo que quisiera, tocar, morder, probar, lamer, saborear cada centímetro de su piel si así lo deseaba, él no tendría problema en dejarme explorar los demás límites de su cuerpo... Y honestamente lo había hecho, después de todo él no necesitaba sino una señal, un mínimo roce, un gesto para que nuestro juego empezara... Él sabía dominar el ambiente y dejarme sin palabras solo con una mirada, podía regalarme solo una sonrisa y sentía como una revolución se apoderaba de mi cuerpo; podía sentir el calor de su sonrisa deslizarse a través de mi piernas, subir por mi abdomen, acariciar mis pechos y luego dejar una marca imborrable en mi cuello que luego él sellaría con un beso o una mordida.
Nuestro juego iniciaba siempre cuando la luz de la luna tocaba nuestra ventana, la oscuridad de la habitación brindaba un refugio para nuestra mentira, para nuestra silenciosa traición, para nuestro viaje sin retorno. Él era rudo, presionaba, mordía y amasaba mi cuerpo a su antojo, marcaba en mi piel la huella de nuestro pecado, dejaba la gloria de su cuerpo deslizarse a través de mi cuerpo evitando por completo llevarme al cielo sin que él me acompañara. Y es que él prefería un final feliz en el que ambos estuviéramos incluidos, se encargaba de llevarnos lentamente hasta allí solo para que su más grande fetiche se apoderara de él; por más que quisiera evitarlo, por más cómodo o cerca que estuviera él siempre encontraba la manera de hacer que su final feliz fuera justo sobre mis pechos y si que lo disfrutaba, podía ver una enorme sonrisa decorando su rostro al ver su obra maestra. Él tenía una sonrisa particular, bueno, tenía varias... la que usaba para todos, la que usaba para bajar bragas sin siquiera esforzarse y luego estaba LA sonrisa; esa sonrisa de medio lado... esa de "no rompo un plato" pero que es totalmente lo contrario... esa sonrisa picara que solo usaba cuando empezaba el juego, esa que solo me daba cuando quería verme caer y estremecerme por los recuerdos, esa misma que combinaba con un guiño dejándome desarmada y lista para caer a sus pies... O que él cayera a los míos.
Fueron dos noches en las que él había mantenido mi cuerpo al límite, en las que él solo necesitaba deslizar sus dedos por mi piel para hacerme subir al cielo y regresar. Dos noches de inmenso placer, roces y risas robadas, de caricias sobre, debajo, con y sin ropa; de descubrir mis reglas, sus reglas y mi poca capacidad de contener mis gemidos solo para nosotros. Ese había sido el cierre de unas vacaciones inesperadas, dos noches en las que olvidé mis complejos, delitos y bendiciones, en las que mi cuerpo se rindió a lo que muchos llaman pecado, otros llaman cielo y a lo que yo, por unas noches, llamé Matthew.
¿Quién lo hubiera dicho? No nos tomó más de dos días llegar a la comodidad de destender la cama, de hacer que las tablas crugieran ante nuestro baile sin descanso, de que sus manos tomaran el borde de mi ropa solo para tirarla al otro lado de la habitación y deborar cada espacio de mi piel en solo segundos, para destruir cada gramo de inseguridad y duda y volverlos un camino al deseo intenso de tocarlo. A Matthew solo le tomaban dos palabras para tenerme junto a él degustando mi tacto con su suave, tersa y bronceada piel. Solo necesitaba que mi cuerpo cayera ante el roce de su aliento con mi piel, solo otorgarme una sonrisa para tenerme derretida en cuerpo y alma esperando por el primer indicio de que el juego había empezado... Ahí, cuando la presión en el ambiente subiera hasta el punto culminante en el que el techo desapareciera y ante mis ojos solo su sonrisa de placer se viera. Solo necesitaba los suaves visos de la luna para convertir la noche en algo eterno y transformar la más simple cama en nuestro patio de juegos personal en el que la ropa estorbaba y el mundo exterior era solo motivación para seguir jugando.
Él había transformado el suave vaivén de su respiración en la más sutil de las invitaciones y el curioso tacto de sus manos en armas contundentes que usaría para dejarme capturada bajo su existencia mientras sus manos se hacían espacio a través de las olas de mi cuerpo. Él había transformado la noches en nuestra libertad y culto, en momentos de tensión, adrenalina y pasión, en momento de olvido de realidades y anfiteatro de fantasías de finales perfectos. Él había logrado hacerme caer en juegos inocentes de niños y al mismo tiempo hacerme caer a sus piernas con la esperanza y promesa de placer desconocido. Él, de letras románticas, acordes suaves y formes, de voz de ángel y demonio había transformado mis gemidos en su nueva melodía, los rasguños en la piel e partituras y nuestro final feliz en su más grande éxito. Él que veía los detalles en todo había logrado camuflarse hasta encontrar y liberar de mi interior los más grandes secretos e inseguridades y tomarlos como suyos para luego liberarlos a la lunas haciéndola testigo de su desaparición. Él, que cambiaba con la luz del sol pero nunca se olvidaba de darme pequeños regalos para no acabar nuestra fantasía... o la mía. Él, él simplemente cruzó la barrera dejando el nivel más alto para el que se atreviera a atravesar el umbral de mi cuerpo de nuevo.
Nuestra despedida fue solo un guiño, secreto y sutil como todo lo que vivimos; un simple guiño que resumía las dos noches de calor y sensualidad que nos había capturado. Un guiño de esos que te roban el aliento, que te dibujan una sonrisa así trates de evitarlo, de esos que jamás olvidaría... de esos que solo pertenecían a él... a mí... a nuestro secreto.