Desperté.
Las siestas cargadas de sueños raros e inquietantes eran cada vez más frecuentes. De igual manera no podía quejarme, aún seguía teniendo tiempo para dormir siesta. La habitación casi vacía, en "obra" -excusa, una de tantas-, se me apareció teñida de un salmón intenso, fuerte, invadida, por las últimas luces del día, que al pasar a través de la ventana habían hecho subir la temperatura paulatinamente en el transcurso de la tarde. El aroma de la cena cocinándose subía desde la cocina ubicada debajo de mí y contribuía a generar el ambiente propicio para seguir durmiendo.
Luchando por despabilarme comencé a estirarme y a ordenar mentalmente mis tareas. Un profundo bostezo ayudó a desperezar mis sentidos. En ese momento me di cuenta que en el barrio no reinaba la calma como de costumbre, y que la casa tampoco tenía sus sonidos habituales.
Afuera, los ruidos de motores y sirenas se mezclaban, y el traqueteo de algún helicóptero volando bajo y muy rápido imprimía escalofríos a quien lo escuche. Adentro, en la casa, la televisión del comedor estaba puesta a un volumen inaudito, y se le sumaban como un eco a destiempo las de las habitaciones de la planta baja. La combinación de los tres volúmenes sólo aumentaba el barullo de la calle, era prácticamente imposible descifrar qué decían los noticieros a menos que me acercara a alguno de los aparatos.
Bajé la escalera y camino al baño tuve un panorama inicial de la situación. Mamá en la cocina haciendo la salsa para los fideos, mis hermanas en su habitación, al igual que mi viejo. En los tres canales había títulos que, más que informar, aportaban a la confusión, pánico y desinformación, e iban cambiando las palabras acorde a los comentarios de la gente, pero manteniendo el tinte sensacionalista del momento; "Mega operativo militar", "Fallido intento de captura", "Denuncian avistajes masivos en el sur de la provincia".
Otra vez con eso, pensé.
Hacía unos meses que el país estaba en estado de alerta y movilización tras la aparición de algo inexplicable, que a mi entender se escapaba a nuestro entendimiento como especie. Las opiniones y teorías eran miles, llegando a generar tanto manifestaciones pacíficas y celebración entre aquellos que creían que se trataba de un nuevo Mesías, Padre o Dios, como protestas, disturbios y movimientos organizados y paramilitares. Éstos últimos eran cada vez más populares. Proclamaban en cada aparición la complicidad del gobierno y las fuerzas armadas, decían que se trataba de un agente extranjero, una herramienta de dominación y conquista, una ilusión que tenia como único objetivo el control de masas a gran escala, continental y hasta global. Para mí el "bicho", como lo habíamos bautizado en la familia, era simplemente algo que no podíamos comprender, ni divino, ni terrenal, ni humano.
-¿Qué pasó ahora?- Le pregunté a mi viejo al pasar por su habitación.
-Parece que lo tienen acorralado. Anda por acá cerca dicen.
-Pobre bicho, si no le hubieran roto las bolas desde el principio no estaríamos así.
-Y bueno, tienen que justificar los fierros y los impuestos. Si algo les gusta a los gorrudos es disparar. Cerrame la puerta cuando salís por favor.
Mientras hacía caso a su pedido, pude oír la televisión apagándose y el crujido de las maderas viejas que soportaban el colchón.
Lo único que rompía la tensión del ambiente eran las risas que venían de la pieza de mis hermanas. Inocencia o desinterés, ambas quizá. Al fin y al cabo, en su percepción del mundo todo seguía como siempre, nada era para tanto. Sana decisión, conciente o inconcientemente.
En la cocina, los nervios de mi madre se dejaban ver a simple vista. Movimientos torpes, ansiedad y la voz quebrada, aunque trataba de mantener la entereza de siempre, gracias a los años de convivencia y aprendizaje podía leerla fácilmente.
-Qué pasa mamá, relajate.
-Sí, no pasa nada. Entrame a los perros por favor, y cerrá bien. Poné la tranca.
-Bueno. ¿Ya comemos?
-En diez minutos. Avisale a las nenas que pongan la mesa y despertá a tu papá.
Cuando abrí el ventanal que daba al pario trasero el calor hizo que los animales, ya viejos, corrieran a ponerse al alcance del ventilador de techo del comedor. Pero no se echaron como siempre, era como si los nervios de mi vieja los hubieran contagiado. Se mordían y perseguían entre sí, en un juego común entre ellos. Los noté agitados. Chillaban como cachorros indefensos, casi tratando de comunicarse conmigo.
Sin dejar de reírse mis hermanas empezaron a poner la mesa para comer. Me dirigí a despertar a mi viejo. Golpeé la puerta y lo llamé. No hubo respuesta. Volví a golpear, más fuerte esta vez, pero tampoco la hubo. Entonces decidí entrar, quizá se había dormido muy profundamente. Para mi sorpresa la habitación estaba vacía. La cama ordenada como si nunca nadie se hubiera acostado. La televisión encendida en el mismo canal donde había sentido que se apagaba un rato antes. Salió sin darme cuenta, pensé, y me volteé camino al comedor, cerrando la puerta a mis espaldas.
A partir de ese instante no pude desplazarme ni un milímetro más desde donde estaba. Mi percepción del mundo se alteró y los segundos se volvieron uno con la eternidad. La puerta de la habitación se abrió sola esta vez, o eso pensé en ese momento. Al instante siguiente una fuerza descomunal comenzó a arrastrarme hacia adentro del cuarto. Intenté gritar, resistirme, aferrarme a las paredes, pero nada de eso sirvió. En el resto de la casa todo seguía como si nada de eso me estuviera pasando, mis gritos no llegaban más allá de mis labios, sentía la presión del silencio en todo mi ser mientras mis ojos captaban la rutina normal de la cena.
Envuelto en desesperación e instintivamente giré sobre mí y logré ver la causa del terror más grande que experimenté en mi vida. El "bicho" me estaba reclamando, rodeado de llamas que no quemaban pero ardían en luz. Flotando y haciendo flotar todo a su alrededor, emanando de sí poder, miedo y destrucción.
Un rapto de lucidez y conciencia me hizo comprender cuál sería mi destino, al tiempo que mis más bajos instintos de supervivencia me arrancaban en llanto e intentaba correr y alejarme de eso. La distancia que me separaba de mi familia se agrandaba, como en un túnel delimitado por la oscuridad y el dolor, mientras detrás mío la luz era más intensa y mi espalda comenzaba a arder. Sentí cómo mi piel, huesos y órganos se desintegraban.
Dejé de existir. Más bien dejé de ser parte de la existencia. Y desperté.