“Supongo que la confusión es parte hoy de mi más íntimo ser; me he enamorado irremediablemente de la elaboración más perfecta de Dios. Pero debo confesar, que no puedo evitar querer atraparlo entre mis manos, como si fuera un pez, tenerlo en agonía por largos minutos, y cuando el vea todo perdido, demostrarle que soy un ser piadoso y dejarlo. Dejarlo nadar en un estanque, donde yo lo pueda ver. ¿Debería quitarlo de mi visión ya?”
Era una habitación vasta y con un ambiente añejo, mueblería añosa pero jamás descuidada, no existía el polvo ni relacionados. En suaves ecos se oían cantos gregorianos, cubriendo el cuarto en un aura pacífica. Frente a un gran ventanal, se veía la sombra de un muchacho posando como alguna vez lo hizo Cristo a los traidores; con el rostro compungido, brazos a los costados y cuerpo bañado en sangre. Mas sin embargo, el nuevo Cristo no tenía una corona sobre la cabeza, sino una que abrazaba su magullado cuello.
Sus quejidos se podían escuchar por sobre la música y en ningún momento se atrevió a mirar al frente, a menos que una voz se lo pidiera; por su voluntad, mantenía la vista al techo, escondiendo unas cuantas lágrimas impertinentes.
- Dicen que el dolor se aloja en la mente y desde allí controla la intensidad de lo que sientes; desde un pellizco, hasta alguna palabra en un momento equivocado. ¿Qué sientes, Martín?
Habló Manuel, quien llevaba cierto tiempo observando maravillado, a unos cuantos metros de distancia, la figura del anterior aludido. Emprendió un caminar pausado hacia el joven de cabellos amarillos, dando miradas insistentes en las heridas que adornaban su blanca piel.
- No sé qué siento ahora.
Fue una respuesta escueta, razón por la cual Manuel negó con una sonrisa que se iba dibujando poco a poco sobre sus labios. Elevo la mirada hasta dar con el rostro de Martín, contemplándolo con toda la emoción que le causaba la perfecta imagen que recibían sus orbes.
Toco con cautela la pantorrilla del dueño de los ojos esmeralda, dejando caricias tan suaves que sus fríos dedos parecían hacer cosquillas en la amoratada piel. Era tan parecido como tocar la tez de María, sentía que tocaba algo sagrado.
- Puedes darme una respuesta luego. – sonrió comprensivo, mientras se alejaba al mismo ritmo de antes, para tomar asiento frente a la escena. - Quizás pregunte en el momento erróneo.
Manuel no se quedó mucho tiempo acechando a la presa que tenía colgada por el pescuezo, dándole tiempo de descanso.
…
Lo único que adornaba la habitación en donde ahora se encontraba el y Manuel, era la tenue luz de la luna por detrás de la ventana sin cortinas. Era un cuarto frio, de paredes blancas y lo demás vacío. Exceptuando la silla en donde Manuel le había invitado a sentarse.
- Se cayó tu perdón, Manuel.
Profirió Martín como respuesta a un sutil lamento que había oído a centímetros de su oído. La mirada doliente del atormentado muchacho quemaba la piel de Manuel, el cual se encontraba ensañado en curar cada herida conferida a lo largo del rostro de su acompañante.
- Es un pedazo que logré rescatar del tuyo. – ahora Manuel estaba a cuclillas, pasando un trozo de algodón por los nudillos de Martín. - Al parecer, no fue lo suficientemente sincero como para mantenerse a flote.
- No recibió credibilidad, las disculpas no viven si no creen en ellas. – a medida que los recuerdos iban aflorando en la mente del rubio, quien lo estaba curando podía ver unas pequeñas gotas de nostalgia en las esmeraldas ajenas.
Manuel tomó una gran bocanada de aire, no podía evitar retorcer su propia voluntad dañina al mirar esas orbes que ha añorado a que lo miren con amor. Quería desistir, pero no podía. El juro a Dios su cometido.
- Tuviste en tus manos el completo amor de alguien que incluso gozaba de unas desabridas palabras. Pudiste irte y mantenerte a salvo. – en breve, finalizó de curar la mano adversa y prontamente se encontró haciendo de la lejanía, algo inexistente entre ambos. – Pero volvías y restregabas en mi cara lo enfermizo de nuestro amor, me tentabas…
- Y tú me dañabas.
- ¿Vas a negar que sentías satisfacción?
Martín simplemente callo, no tenía nada que protestar. Manuel disfrutando de su inmediata victoria, agregó:
- Quién sea que abrace al diablo, debe hacerlo bien.
Martín, a voluntad propia, fundió los labios de ambos en un beso con sabor a despedida; y Manuel, tan veloz como el momento lo pedía, se encargó de manchar sus manos con la sangre que brotaba de la pronta herida conferida por un puñal puesto a perfecta medida en el abdomen de su moribundo amor.
“Si yo te hubiera dejado ir, correrías a los brazos otro amor tan efímero como lo fue el disfrute de Romeo y Julieta. Y una vez más, el creador de mi desdicha miraría mi cuerpo caer al vacío de la muerte lenta. He decidido jugar a ser yo quien decida cuanto vivirás. Y no me arrepiento, porque me quedo con el goce de ser a quien miraste y besaste por última vez. Espera por mi próxima obra maestra, que será la perfecta escena del soplido de mis labios apagando la vida de tu vela.”
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La obra maestra del diablo. ArgChi.
RomanceEl amor inunda la mente de Manuel, creyendo que cada acción que atente en contra de ese profundo sentimiento es un castigo. Castigo de Dios. Castigo dado por los siglos que le ha tocado vivir. Castigo que pretenden en cada oportunidad quitarle a su...