Sangre rubí

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Un disparo resonó en la noche.

Sherlock Holmes corrió lo más rápido que sus pies cansados le permitían en ese deplorable estado, lamentablemente, supo en seguida que no iría más allá de la siguiente calle, sus energías estaban en el límite de lo inexistente y su sangre salía como un río de su hombro. Esa bala había conseguido herirle más de lo pensado y estaba claro, no podría ir más lejos si no conseguía alguna fuente de alimento.

El problema era que Sherlock nunca se había alimentado directamente de la fuente.

Su hermano, Mycroft, le hubo desde siempre conseguido sangre de algún banco al mismo tiempo en que trataba de convencerlo para superar su asco. Por supuesto que no lo había logrado. Ahora no solo estaba pagando las consecuencias, tanto de su estupidez por dejar a aquel asesino dispararle en su propio terreno, como por, aún dadas las circunstancias, rechazar la idea de alimentarse de cualquier inocente transeúnte. Y por supuesto que su suerte iba a cambiar... pero para mal.

La madrugada estaba a solo media hora de convertirse en amanecer. Sherlock no tenía la energía suficiente como para aparecerse en su departamento y con cada segundo que pasaba ahí, recostado sobre la pared de un mugriento callejón, la pérdida de sangre se hacía más y más grande. Al bajar su mirada y descubrir el pequeño lago rojizo a sus pies supo de inmediato que su hora había llegado; o moría o conseguía un humano y enfrentaba su asco. Desde luego, ambas opciones le resultaban un insulto.

¿Cómo es que había llegado él, un prodigioso detective consultor, a ser sorprendido por uno de los más predecibles asesinos en serie con el que se había topado? No solo eso, ¿cómo es que Sherlock Holmes, descendiente de una de las estilpes más poderosas de vampiros, encontraría su final en ese callejonsete asqueroso? Las probabilidades de que eso pasara en algún punto de su casi inmortal vida eran de una en trillones. Más, aun así, ahí estaba. Casi moribundo, hambriento, con una bala en el hombro, y el día a punto de brillar y golear de lleno sobre su piel.

Casi podría reírse de sí mismo, lo haría de hecho si tuviera las fuerzas necesarias.

Sherlock se tocó el bolsillo de su saco, pensando en llamar a su hermano, pues no solo estaba en un problema más, sino que este podría ser el último. A pesar de eso, no merecía la pena vivir con Mycroft recalcandole en la cara, todo el tiempo, lo estúpido que había sido. Preferiría morir.

—¡Por dios! ¿Se encuentra usted bien? —Sherlock ya veía borroso, sus pies apenas le sostenían y sin embargo, tenía tantos deseos de decirle idiota al humano frente a él. El hombre se le acercó rápidamente, tomó a Sherlock por el hombro sano haciéndole sentarse a un lado del charco de sangre—. Llamaré a una ambulancia, resista —dijo el hombre. Sherlock solo podía ver una mancha borrosa moviéndose, cuando el humano se inclinó sobre él, presionando su herida, no pudo evitar un grito de dolor. Sin embargo, tenía aun fuerza suficiente para hablar.

Corazón rojoDonde viven las historias. Descúbrelo ahora