Cierro los ojos y te imagino conmigo. Te imagino mirándome sin decirme nada, pero diciendo todo. Tu silencio. Tu silencio que me hizo suspirar hasta llorar. Por momentos creí que decía mucho, pero también tan poco. Pasó el tiempo, tu mirada y silencio se fueron volviendo uno, y no te miento. En algún momento creí que nada malo podría salir de ahí. Pero, ¿Como no me iba a dar cuenta? Si tu mirada lo único que hacía era decirme que corra, que me vaya lejos, que me aleje de vos. Sin embargo no le creí. Y que equivocada estuve porque lo más sincero son los ojos. Lo más loco es que amaba tu mirada, sentía que era mi hogar. Quería quedarme ahí. Morir ahí. Y fue así. Mi luz se apagó en tus ojos que no me decían nada. En tus labios que reclamaban otros besos que no eran los míos. ¿Y mis ojos? Mis ojos se perdían buscando los tuyos, mirando cada centímetro tuyo como arte. Porque eras arte. Eras el universo entero. Me hacías sentir como el segundo antes de quedarte dormido. Ese segundo que no podes distinguir si estas vivo o muerto, si estas o no estas. Si tocas el cielo o te quemas en el infierno. Me hacías sentir en la nada y a la vez en todo. Eras todo, nunca fuiste blanco o negro. Eras los dos. Un cuadro sin nombre, pero con huella. Eras ver como oscurece y no darse cuenta. No pasabas desapercibido, no conmigo. Y después de verte como la creación más divina, tuve que pagar el precio del paraíso, y me encontré en la tormenta más eterna de mi vida: tu ausencia. Tu ausencia comenzó a sentirse incluso cuando todavía no te ibas del todo, o al menos yo no te dejaba ir. Y cuando te fuiste, empezó a sentirse cada vez más, en cada rincón del cuerpo, en cada respiración. Y fue ahí cuando comprendí que tocar el cielo tiene su precio. Y que en el cielo también está el infierno.