Domingo 19.45
Sentados en un banquito, mi mente estaba muy lejos pero había algo que me hacía volver a la realidad: en frente de nosotros había algo que a mí me había marcado toda mi adolescencia: una casa. Tenía la mirada fija y penetrante, sanamente me miraba fijo y me dejaba ser. Seguramente pensaba que me había ido a algún que otro viaje de los que yo suelo hacer. Pero no, mi niña estaba aferrada a ver qué ocurría en esa casa, mientras tanto pasaba un desfile de recuerdos e historias durante años.
Un silencio tan doloroso que se sentía en los poros. No asustaba, pero sí marcaba sentido a la historia.
Mientras estaba en algún viaje, veo un auto estacionarse al frente de mis ojos, mi miopía desapareció durante varios segundos. Y lo ví bajarse, ahí estaba después de tanto tiempo de historias inconclusas a las cuáles ya les di su fin hace rato.
Pero esta vez era distinto y un poco loco: a mi izquierda sanamente total presente, al frente un pasado un tanto conflictivo.
Corazonada. Seguí con la mirada fija, esperé que le abrieran. En cuanto entró sentí la necesidad de elegir. De tomar una decisión simbólica, en ese momento pensaba quizás este es otro viaje más. Pero no. Miré a la izquierda a sanamente y lo elegí. Esta vez elegí a alguien más. Decidí quedarme con el presente. Y soltó. Se terminó el desfile.
¡Estás acá otra vez! me dijo. Y entendí que no quiero ir a ningún otro viaje más sin él.