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La vuelta a casa. ¡Venturoso regreso a casa, a la luz, a la paz!

Abrí rápidamente la puerta, dispuesto a cerrarla detrás de mí, pero Franz Kromer se interpuso y entró conmigo. En el zaguán fresco y oscuro, que recibía sólo un poco de luz del patio, se acercó a mí y, cogiéndome del brazo, dijo:

—Oye, no tengas tanta prisa.

Le miré asustado. Su mano atenazaba mi brazo con una fuerza de hierro. Me pregunté qué se propondría y si quizá me quería pegar. Si yo gritara ahora, pensé, si gritara fuerte, ¿bajaría alguien tan de prisa como para salvarme? Pero no lo hice.

—¿Qué pasa? —pregunté—. ¿Qué quieres?

—Nada especial. Quería preguntarte algo. Los otros no necesitan enterarse.

—¡Ah, bueno! ¿Qué quieres que te diga? Tengo que subir.

—Tú sabes a quién pertenece el huerto junto al molino, ¿verdad? —dijo Franz muy bajo. —No lo sé. Creo que al molinero.

Franz me había rodeado con el brazo y me atrajo a sí de tal manera que tenía que mirarle a la cara muy de cerca. Sus ojos tenían un brillo maligno, sonreía torvamente y su rostro irradiaba crueldad y poder.

—Oye, pequeño, te diré de quién es el huerto. Hace tiempo que sé lo del robo de las manzanas y que el propietario ha prometido dos marcos al que le diga quién robó la fruta.

—¡Santo Dios! —exclamé—. ¿Pero no irás a decírselo?

Me di cuenta de que no serviría de nada apelar a su sentido del honor. Pertenecía al «otro» mundo; para él la traición no era un crimen. Lo sabía perfectamente. En estas cosas la gente del «otro» mundo no era como nosotros.

—¿No decir nada? —rio Kromer—. Amigo, ¿crees que falsifico monedas y que puedo fabricar dos marcos cuando quiera? Soy bastante pobre, no tengo un padre rico como tú; y si puedo ganarme dos marcos aprovecho la ocasión. Quizá me dé aún más. Me soltó de pronto. Nuestro zaguán no olía ya a paz y a seguridad. El mundo se desmoronó a mi alrededor. Me denunciaría; yo era un delincuente. Se lo dirían a mi padre y quizá vendría hasta la policía a casa. Me amenazaban todos los horrores del caos; todo lo feo y todo lo peligroso se alzaba contra mí. Que en realidad yo no hubiera robado, carecía de importancia. Y además había jurado. ¡Dios mío! ¡Dios mío!

Me brotaron las lágrimas. Se me ocurrió que podría pagarle mi rescate y busqué desesperadamente en mis bolsillos. Ni una manzana, ni una navaja: no tenía nada. Entonces me acordé de mi reloj, un viejo reloj de plata que no funcionaba y que yo llevaba por llevar. Había pertenecido a nuestra abuela. Lo saqué rápidamente.

—Kromer —dije—, escucha, no me denuncies, no estaría bien. Toma, te regalo mi reloj, no tengo otra cosa. Te lo puedes quedar. Es de plata, y la maquinaria es buena; tiene sólo un pequeño fallo, pero se puede arreglar.

Kromer sonrió y tomó el reloj con su manaza. Miré aquella mano y me di cuenta de lo brutal y hostil que me era, de cómo amenazaba mi vida y mi paz. —Es de plata —dije tímidamente.

—Me importa tres pitos tu plata y tu reloj —dijo con profundo desprecio—. Arréglalo tú. —¡Pero, Franz! —grité, temblando y temiendo que se fuera—. ¡Espera, toma el reloj! ¡Es de plata, de verdad, y no tengo otra cosa!

Me miró fría y despectivamente.

—Bueno, ya sabes dónde voy a ir. O también se lo puedo decir a la policía. Conozco bien al sargento.

Se volvió para salir y yo le retuve por la manga. Aquello no podía suceder. Hubiera preferido antes morir que tener que soportar todo lo que pasaría si él se iba.

Demian por Hermann HesseDonde viven las historias. Descúbrelo ahora