En medio de la noche me desperté, con el sabor de la felicidad aún en la boca; todavía veía brillar los trajes blancos de mis hermanas bajo el sol. Pero me precipité desde aquel paraíso a la realidad y de nuevo me encontré, cara a cara, con el enemigo de los ojos malvados.
Por la mañana, cuando mi madre entró presurosa diciendo que era tarde y preguntándome por qué estaba aún en la cama, tenía yo muy mala cara. Al preguntarme si me pasaba algo, vomité.
Parecía que con aquello ganaba algo. Me gustaba estar un poco enfermo y pasarme una mañana entera en la cama, tomando manzanilla y escuchando cómo mi madre arreglaba el cuarto de al lado y Lina recibía al carnicero en el pasillo. Una mañana sin colegio era algo maravilloso y legendario. El sol jugueteaba en la habitación, pero no era el mismo sol contra el que se bajaban las cortinas verdes en el colegio. Sin embargo, todo aquello no tenía hoy el sabor de otras veces y me sonaba a falso.
¡Ojalá me hubiera muerto! Pero sólo me sentía un poco mal, como muchas veces me había sentido, y con eso no se arreglaba nada. Sí; me salvaba del colegio, pero no me salvaba de Kromer, que me esperaría a las once en el mercado. El cariño de mi madre no me consolaba; me molestaba y me dolía. Me hice el dormido y me puse a pensar. No había salida: a las once tenía que estar en el mercado. A las diez me levanté y dije que estaba mejor. Me contestaron, como siempre en estos casos, que me volviera a la cama y que si no tendría que ir al colegio por la tarde. Dije que iría de buena gana al colegio. Ya tenía trazado un plan.
Sin dinero no podía presentarme a Kromer. Tenía que hacerme con la hucha, que al fin y al cabo me pertenecía. No contenía dinero suficiente, eso ya lo sabía; pero algo era, y un presentimiento me decía que mejor era eso que nada y que así Kromer se apaciguaría.
Tuve una sensación malísima al entrar en calcetines en el cuarto de mi madre para sacar la hucha de su escritorio. Pero no era una sensación tan insoportable como la de ayer. Los latidos del corazón casi me ahogaban, y no me fue mejor cuando descubrí en el zaguán que la hucha estaba cerrada. Era fácil abrirla: sólo había que romper una fina rejilla de hojalata; pero me dolió hacerlo porque con ese acto había cometido realmente un robo. Hasta ahora sólo había goloseado terrones de azúcar y fruta. Esto, sin embargo, era robar, aunque fuera mi dinero. Me di cuenta de que había dado un paso más hacia Kromer y su mundo, de que iba poco a poco cuesta abajo, pero me obstiné en ello. ¡Al diablo todo! Ahora no podía volverme atrás. Conté el dinero con miedo. En la hucha hacía mucho ruido, pero ahora en la mano era una miseria: 65 céntimos. Escondí la hucha bajo la escalera y con el dinero en la mano salí de la casa, con una sensación totalmente nueva... Arriba alguien me llamaba, o eso me pareció; eché a andar de prisa.
Aún tenía mucho tiempo por delante y fui dando rodeos por las callejas de una ciudad transformada, bajo nubes nunca vistas, ante edificios que me observaban y entre personas que sospechaban de mí. En el camino me acordé de que un compañero mío había encontrado un día un táler en el mercado de ganado. De buena gana hubiera rezado para que Dios hiciera un milagro y me permitiera un descubrimiento así. Pero yo no tenía derecho a rezar. Además, eso no hubiera arreglado la hucha rota.
Franz Kromer me vio venir de lejos, pero se acercó lentamente y como si no me viera. Cuando llegó a mí me hizo un gesto para que le siguiera, bajó por la Strohgasse, cruzó el puente y siguió caminando hasta que se detuvo cerca de un edificio en construcción, ya en las afueras. Nadie estaba trabajando en la obra; los muros se levantaban desnudos, sin ventanas ni puertas. Kromer echó un vistazo a su alrededor y entró por una puerta. Yo le seguí. Se paró detrás de un muro, me llamó y tendió la mano.
—¿Qué, lo traes? —preguntó fríamente.
Saqué el puño del bolsillo y dejé caer mi dinero en la palma de su mano. Antes de que hubiera caído la última moneda, ya lo había contado.
—Son sesenta y cinco céntimos —dijo, y me miró.
—Sí —contesté tímidamente—. Es todo lo que tengo; no es bastante, ya lo sé. Pero es todo. No tengo más.
—Te creía más listo —me replicó casi con bondad—. Entre hombres de honor tiene que haber orden. No quiero aceptar nada de ti que no sea justo, tú lo sabes. ¡Toma tus perras! El otro, ya sabes quién, no intentará regatear conmigo. Ése paga.
—¡Pero no tengo más! Son todos mis ahorros.
—Eso es cosa tuya. Pero vamos, no quiero hacerte daño. Me debes aún un marco y treinta y cinco céntimos. ¿Cuándo me los vas a dar?
—Los tendrás, Kromer. ¡Seguro! Aún no sé cuándo, pero quizá tenga pronto dinero, mañana o pasado. Comprenderás que no puedo decírselo a mi padre.
—A mí eso no me importa. Pero ya sabes que no quiero hacerte daño. Yo podía tener ese dinero antes del mediodía, y ya sabes que soy pobre. Tú tienes trajes bonitos y te dan mejor comida que a mí. Pero no voy a decir nada. Esperaré un poco. Pasado mañana te llamaré por la tarde, y me lo traes. ¿Conoces bien mi silbido? Me silbó una señal que ya había oído muchas veces.
—Sí —dije—, ya sé.
Se marchó como si yo no tuviera nada que ver con él. Aquello había sido un negocio y nada más.
Hoy todavía me asustaría el silbido de Kromer si lo oyera inesperadamente. Desde aquel día lo tuve que escuchar muchas veces; me daba la impresión de oírlo constantemente, sin cesar. No había lugar, juego, trabajo o pensamiento adonde no llegara ese silbido que me esclavizaba y que era mi destino. A menudo bajaba yo en las tardes suaves y multicolores de otoño a nuestro pequeño jardín, que tanto me gustaba, y un extraño impulso me llevaba a los juegos infantiles de épocas pasadas; jugaba a ser un niño más pequeño de lo que yo era y que aún era bueno, libre, inocente y protegido. En medio de los juegos sonaba desde cualquier parte el silbido de Kromer, siempre esperado pero siempre terriblemente inquietante e inoportuno, rompiendo la paz, destruyendo mis pensamientos. Entonces tenía que salir y seguir a mi verdugo a sitios apartados y feos, justificarme ante él y escuchar sus amenazadoras peticiones de dinero. Todo esto duraría unas semanas, pero a mí me pareció que fueron años, una eternidad. Raras veces conseguía dinero: de vez en cuando, alguna. perra que robaba en la cocina, cuando Lina dejaba allí la bolsa de la compra. Kromer siempre me reñía y me hundía en su desprecio, diciendo que yo quería engañarle y estafarle, que era yo quien le robaba lo suyo y le hacía desgraciado. Nunca, en toda mi vida, he sentido la desdicha tan cerca del corazón; nunca he sentido mayor desesperanza ni mayor dependencia.
Había llenado la hucha de fichas de jugar y la había vuelto a dejar en su Sitio. Nadie preguntó por ella. Pero también aquello podía venírseme encima cualquier día. Más que al silbido brutal de Kromer temía yo a mi madre cuando se acercaba a mi suavemente:
¿vendría acaso a preguntarme por la hucha?
Como muchas veces me presentaba ante mi verdugo sin dinero, éste empezó a atormentarme y a utilizarme de otra manera. Me hacía trabajar para él. Me obligaba a hacer en su lugar los recados que le encargaba su padre, o me mandaba a hacer algo difícil como saltar diez minutos a la pata coja o colgar a un transeúnte un monigote en la espalda. Estos suplicios se prolongaban muchas noches en los sueños y yo me despertaba empapado de sudor.
Durante un tiempo caín enfermo. Durante el día vomitaba a menudo y tenía frío; por la noche, sin embargo, tenía fiebre y sudores. Mi madre se daba cuenta de que algo no iba bien y me demostraba un cariño tan grande que me martirizaba, ya que no podía corresponderle con franqueza.
Una vez mi madre me trajo un trocito de chocolate a la cama. Aquello era un recuerdo de años pasados, cuando solía recibir estas pequeñas sorpresas si había sido bueno. Me dolió tanto el recuerdo que sólo pude mover la cabeza. Ella me preguntó qué me pasaba y me acarició el pelo. Sólo pude responder: «Nada, nada. No quiero que me des nada.» Dejó el chocolate en la mesilla y salió de la habitación. Cuando al día siguiente me quiso interrogar sobre lo sucedido, hice como si no me acordara de ello. Un día trajo al médico, que me hizo un reconocimiento y me recetó abluciones frías por la mañana.
Mi estado durante aquel tiempo era una especie de desquiciamiento. En medio de la paz ordenada de nuestra casa yo vivía atemorizado y torturado como un fantasma; no participaba en la vida de los demás y raras veces me olvidaba de mí mismo. Con mi padre, que muchas veces me interrogaba irritado, me mostraba frío y hermético.
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Demian por Hermann Hesse
Teen FictionEmil Sinclair es un niño que ha pasado toda su vida en lo que él llama el Scheinwelt (mundo de ensueño o mundo de la luz), pero una mentira lo lleva a ampliar sus visiones del mundo y a conocer un personaje enigmático de nombre Max Demian que lo lle...