La Caída de la Casa Usher

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Durante todo un día cerrado, oscuro y silencioso de otoño en que las nubes se cernían opresivamente bajas en el cielo, había viajado solo, a caballo, por un camino monótono de la comarca, y por fin, cuando ya el atardecer se poblaba de sombras, llegué a la vista de la melancólica Casa Usher. No sé por qué, nada más ver el edificio me invadió una insoportable tristeza. Digo insoportable porque no la aliviaba ese sentimiento poético semiplacentero, con que el espíritu recibe incluso las más severas imágenes de lo desolado y lo terrible de la naturaleza.

Miré el escenario que tenía delante —la casa en sí y los simples rasgos paisajísticos de la propiedad: los muros fríos, las ventanas de mirada vacía, algunas matas de vulgar juncia y unos cuantos árboles blancuzcos de tronco podrido— con una depresión de alma tan total que no puedo compararla a ninguna sensación terrena con más propiedad que a la del que sale del sueño del opio, al retorno amargo a la monotonía diaria, a la caída espantosa del velo. Era una frialdad, un abatimiento, una congoja..., una inconsolable tristeza de pensamiento que ningún acicate de la imaginación era capaz de impulsar hacia nada sublime. ¿Qué era —me detuve a pensar— lo que me oprimía de este modo en la contemplación de la Casa Usher? Era un misterio insoluble; tampoco encontraba sentido a las brumosas fantasías que se me agolpaban mientras meditaba. Me vi obligado a recurrir a la poco satisfactoria conclusión de que, así como hay incuestionablemente combinaciones de objetos naturales muy simples capaces de afectarnos de esta manera, sin embargo el análisis de tal capacidad depende de factores que están fuera de nuestro alcance. Es posible, pensé, que la mera disposición diferente de los elementos de un paisaje, de los detalles de un cuadro, baste para modificar, o quizá anular, su poder de causar una sensación penosa. Y llevado de esta idea, detuve mi caballo en el borde abrupto del pequeño lago, negro y sombrío, que extendía su terso lustre junto a la morada, y me quedé contemplando en él —pero más afectado que antes— la imagen remodelada e invertida de las juncias grises, troncos desmedrados y ventanas de mirada vacía.

No obstante, en esta mansión de melancolía me proponía residir ahora unas semanas. Roderick Usher —su dueño— y yo habíamos sido buenos compañeros en la infancia, aunque habían pasado muchos años desde la última vez que nos habíamos visto. Pero hacía poco me había llegado a un rincón apartado de la región una carta —una carta suya— que, dada su perentoriedad, no admitía más respuesta que ir. La letra evidenciaba unos nervios alterados. Su autor hablaba de una postración física aguda, de un desarreglo mental que le agobiaba, y de un enorme deseo de verme, como al mejor y único amigo que tenía en realidad, a fin de encontrar, en el solaz de mi compañía, algún alivio a su mal. Era la manera de exponer todo esto, y mucho más —el alma que ponía en su solicitud

—, lo que no dejaba lugar a vacilaciones; así que acudí sin dilación a esa llamada que, no obstante, me parecía de lo más singular.

Aunque habíamos sido amigos íntimos de pequeños, de hecho sabía poco de él. Siempre había sido extremadamente reservado. Sabía, es cierto, que su rancia familia había destacado desde tiempos inmemoriales por una gran sensibilidad, que a lo largo de generaciones se tradujo en multitud de excelentes obras de arte, y en los últimos tiempos se manifestó en repetidos actos de generoso pero discreto altruismo, así como en una apasionada devoción por los frutos complicados —más, quizá, que por sus bellezas ortodoxas y más fácilmente reconocibles— de la ciencia musical. Conocía asimismo el hecho singular de que el tronco de la estirpe Usher, pese a lo venerable que era, no había dado nunca ramas duraderas; en otras palabras, la familia entera se prolongaba por línea directa de descendencia y, salvo breves e insignificantes variaciones, había sido siempre así. Era esta falta —reflexioné, recordando la absoluta concomitancia entre el carácter de un edificio y el carácter reconocido de quien lo habita, a la vez que pensaba en el posible influjo que el uno podía haber ejercido, durante un largo periodo de siglos, sobre el otro—, era esta falta, quizá, de ramas colaterales, y la consiguiente transmisión directa, de padre a hijo, del patrimonio y el apellido, lo que finalmente había identificado a los dos, de manera que el título original de la propiedad quedó absorbido en la rara y equívoca denominación de «Casa Usher»; denominación que incluía, en la mente de los campesinos que la utilizaban, a la familia y a la mansión de la familia.

La Caída de la Casa Usher - Edgar Allan PoeDonde viven las historias. Descúbrelo ahora