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Raimundo me telefoneó a la oficina. Me dijo que uno de sus amigos (a quien le había hablado de
mí) me invitaba a pasar el día del domingo en su cabañuela, cerca de Argel. Contesté que me
gustaría mucho ir, pero que había prometido dedicar el día a una amiga. Raimundo me dijo en
seguida que también la invitaba a ella. La mujer de su amigo se sentiría muy contenta de no
hallarse sola en medio de un grupo de hombres.
Quise cortar en seguida porque sé que al patrón no le gusta que nos telefoneen de afuera. Pero
Raimundo me pidió que esperase y me dijo que hubiera podido trasmitirme la invitación por la
noche, pero que quería advertirme de otra cosa. Había sido seguido todo el día por un grupo de
árabes entre los cuales se encontraba el hermano de su antigua amante. «Sí lo ves cerca de casa
avísame.» Dije que quedaba convenido.
Poco después el patrón me hizo llamar, y en el primer momento me sentí molesto porque pensé
que iba a decirme que telefoneara menos y trabajara más. Pero no era nada de eso. Me declaró
que iba a hablarme de un proyecto todavía muy vago. Quería solamente tener mi opinión sobre el
asunto. Tenía la intención de instalar una oficina en París que trataría directamente en esa plaza
sus asuntos con las grandes compañías, y quería saber si estaría dispuesto a ir. Ello me permitiría
vivir en París y también viajar una parte del año. «Usted es joven y me parece que es una vida que
debe de gustarle.» Dije que sí, pero que en el fondo me era indiferente. Me preguntó entonces si
no me interesaba un cambio de vida. Respondí que nunca se cambia de vida, que en todo caso
todas valían igual y que la mía aquí no me disgustaba en absoluto. Se mostró descontento, me dijo
que siempre respondía con evasivas, que no tenía ambición y que eso era desastroso en los
negocios.
Volví a mi trabajo. Hubiera preferido no desagradarle, pero no veía razón para cambiar de vida.
Pensándolo bien, no me sentía desgraciado. Cuando era estudiante había tenido muchas
ambiciones de ese género. Pero cuando debí abandonar los estudios comprendí muy rápidamente
que no tenían importancia real.
María vino a buscarme por la tarde y me preguntó si quería casarme con ella. Dije que me era
indiferente y que podríamos hacerlo si lo quería. Entonces quiso saber si la amaba. Contesté como
ya lo había hecho otra vez: que no significaba nada, pero que sin duda no la amaba. «¿Por qué,
entonces, casarte conmigo?», dijo. Le expliqué que no tenía ninguna importancia y que si lo
deseaba podíamos casarnos. Por otra parte era ella quien lo pedía y yo me contentaba con decir
que sí. Observó entonces que el matrimonio era una cosa grave. Respondí: «No.» Calló un
momento y me miró en silencio. Luego volvió a hablar. Quería saber simplemente si habría
aceptado la misma proposición hecha por otra mujer a la que estuviera ligado de la misma manera.
Dije: «Naturalmente.» Se preguntó entonces a sí misma si me quería, y yo, yo no podía saber nada
sobre este punto. Tras otro momento de silencio murmuró que yo era extraño, que sin duda me
amaba por eso mismo, pero que quizá un día le repugnaría por las mismas razones. Como callara
sin tener nada que agregar, me tomó sonriente del brazo y declaró que quería casarse conmigo.
Respondí que lo haríamos cuando quisiera. Le hablé entonces de la proposición del patrón, y
María me dijo que le gustaría conocer París. Le dije que había vivido allí en otro tiempo y me
preguntó cómo era. Le dije: «Es sucio. Hay palomas y patios oscuros. La gente tiene la piel
blanca.»
Luego caminamos y cruzamos la ciudad por las calles importantes. Las mujeres estaban
hermosas y pregunté a María si lo notaba. Me dijo que sí y que me comprendía. Luego no
hablamos más. Quería sin embargo que se quedara conmigo y le dije que podíamos cenar juntos
en el restaurante de Celeste. A ella le agradaba mucho, pero tenía que hacer. Estábamos cerca de
mi casa y le dije adiós. Me miró: «¿No quieres saber qué tengo que hacer?» Quería de veras
saberlo, pero no había pensado en ello, y era lo que parecía reprocharme. Se echó a reír ante mi
aspecto cohibido y se acercó con todo el cuerpo para ofrecerme la boca. Cené en el restaurante
de Celeste. Había comenzado a comer cuando entró una extraña mujercita que me preguntó si podía sentarse a mi mesa. Naturalmente que podía. Tenía ademanes bruscos y ojos brillantes en
una pequeña cara de manzana. Se quitó la chaqueta, se sentó y consultó febrilmente la lista.
Llamó a Celeste y pidió inmediatamente todos los platos con voz a la vez precisa y precipitada.
Mientras esperaba los entremeses, abrió el bolso, sacó un cuadradito de papel y un lápiz, calculó
de antemano la cuenta, luego extrajo de un bolsillo la suma exacta, aumentada con la propina, y la
puso delante de sí. En ese momento le trajeron los entremeses, que devoró a toda velocidad.
Mientras esperaba el plato siguiente sacó además del bolso un lápiz azul y una revista que
publicaba los programas radiofónicos de la semana. Con mucho cuidado señaló una por una casi
todas las audiciones. Como la revista tenía una docena de páginas continuó minuciosamente este
trabajo durante toda la comida. Yo había terminado ya y ella seguía señalando con la misma
aplicación. Luego se levantó, se volvió a poner la chaqueta con los mismos movimientos precisos
de autómata y se marchó. Como no tenía nada que hacer, salí también y la seguí un momento. Se
había colocado en el cordón de la acera y con rapidez y seguridad increíbles seguía su camino sin
desviarse ni volverse. Acabé por perderla de vista y volver sobre mis pasos. Me pareció una mujer
extraña, pero la olvidé bastante pronto.
Encontré al viejo Salamano en el umbral de mi puerta. Le hice entrar y me enteró de que el perro
estaba perdido, puesto que no se hallaba en la perrera. Los empleados le habían dicho que quizá
lo hubieran aplastado. Había preguntado si no era posible que en las comisarías lo supiesen. Se le
había respondido que no se llevaba cuenta de tales cosas porque ocurrían todos los días. Le dije
al viejo Salamano que podría tener otro perro, pero me hizo notar con razón que estaba
acostumbrado a éste.
Yo estaba acurrucado en mi cama y Salamano se había sentado en una silla delante de la mesa.
Estaba enfrente de mí y apoyaba las dos manos en las rodillas. Tenía puesto el viejo sombrero.
Mascullaba frases incompletas bajo el bigote amarillento. Me fastidiaba un poco, pero no tenía
nada que hacer y no sentía sueño. Por decir algo le interrogué sobre el perro. Me dijo que lo tenía
desde la muerte de su mujer. Se había casado bastante tarde. En su juventud tuvo intención de
dedicarse al teatro; en el regimiento representaba en las zarzuelas militares. Pero había entrado
finalmente en los ferrocarriles y no lo lamentaba porque ahora tenía un pequeño retiro. No había
sido feliz con su mujer, pero, en conjunto, se había acostumbrado a ella. Cuando murió se había
sentido muy solo. Entonces había pedido un perro a un camarada del taller y había recibido aquél,
apenas recién nacido. Había tenido que alimentarlo con mamadera. Pero como un perro vive
menos que un hombre habían concluido por ser viejos al mismo tiempo.
«Tenía mal carácter», me dijo Salamano. «De vez en cuando nos tomábamos del pico. Pero a
pesar de todo era un buen perro.» Dije que era de buena raza y Salamano se mostró satisfecho.
«Y eso», agregó, «que usted no lo conoció antes de la enfermedad. El pelo era lo mejor que
tenía.» Todas las tardes y todas las mañanas, desde que el perro tuvo aquella enfermedad de la
piel, Salamano le ponía una pomada. Pero según él su verdadera enfermedad era la vejez, y la
vejez no se cura.
Bostecé y el viejo me anunció que iba a marcharse. Le dije que podía quedarse y que lamentaba
lo que había sucedido al perro. Me lo agradeció. Me dijo que mamá quería mucho al perro. Al
referirse a ella la llamaba «su pobre madre». Suponía que debía de sentirme muy desgraciado
desde que mamá murió, pero no respondí nada. Me dijo entonces, muy rápidamente y con aire
molesto, que sabía que en el barrio me habían juzgado mal porque había puesto a mi madre en el
asilo, pero él me conocía y sabía que quería mucho a mamá. Respondí, aún no sé por qué, que
hasta ese instante ignoraba que se me juzgase mal a este respecto, pero que el asilo me había
parecido una cosa natural desde que no tenía bastante dinero para cuidar a mamá. «Por otra
parte», agregué, «hacía mucho tiempo que no tenía nada que decirme y que se aburría sola.»
«Sí», me dijo, «y en el asilo por lo menos se hacen compañeros». Luego se disculpó. Quería
dormir. Su vida había cambiado ahora y no sabía exactamente qué iba a hacer. Por primera vez
desde que le conocía, me tendió la mano con gesto furtivo y sentí las escamas de su piel. Sonrió
levemente y antes de partir me dijo: «Espero que los perros no ladrarán esta noche. Siempre me
parece que es el mío.»

el extranjeroDonde viven las historias. Descúbrelo ahora