asistentes se abanicaban con los periódicos, lo que producía un leve ruido continuo de papel arrugado. El Presidente hizo una señal y el ujier trajo tres abanicos de paja trenzada que los tres jueces utilizaron inmediatamente.
El interrogatorio comenzó en seguida. El Presidente me preguntó con calma y me pareció que aun con un matiz de cordialidad. Se me hizo declarar otra vez sobre mi identidad y, a pesar de mi irritación, pensé que en el fondo era bastante natural porque sería muy grave juzgar a un hombre por otro. Luego el Presidente volvió a comenzar el relato de lo que y o, había hecho, dirigiéndose a mí cada tres frases para preguntarme: «¿Es así?» Cada vez respondí: «Sí, señor Presidente», según las instrucciones del abogado. Esto fue largo porque el presidente era muy minucioso en su relato. Entretanto, los periodistas escribían. Yo sentía la mirada del periodista más joven y de la pequeña autómata. La banqueta de tranvía se había vuelto toda entera hacia el Presidente. Este tosió, hojeó el expediente y se volvió hacia mí abanicándose.
Me dijo que debía abordar ahora cuestiones aparentemente extrañas al asunto, pero que quizá le tocasen bien de cerca. Comprendí que iba a hablarme otra vez de mamá y sentí al mismo tiempo cuánto me aburría. Me preguntó por qué había metido a mamá en el asilo. Contesté que porque carecía de dinero para hacerla atender y cuidar. Me preguntó si me había costado personalmente y contesté que ni mamá ni yo esperábamos nada el uno del otro, ni de nadie por otra parte, y que ambos nos habíamos acostumbrado a nuestras nuevas vidas. El Presidente dijo entonces que no quería insistir sobre este punto y preguntó al Procurador si no tenía otra pregunta que formularme.
El Procurador estaba medio vuelto de espaldas hacia mí y, sin mirarme, declaró que, con la autorización del Presidente, querría saber si yo había vuelto al manantial con la intención de matar al árabe. «No», dije. «Entonces, ¿por qué estaba armado y por qué volver a ese lugar precisamente?» Dije que era el azar. Y el Procurador señaló con acento cruel: «Nada más por el momento.» Todo fue en seguida un poco confuso, por lo menos para mí. Pero después de algunos conciliábulos el Presidente declaró que la audiencia quedaba levantada y transferida hasta la tarde para recibir la declaración de los testigos.
No tuve tiempo de reflexionar. Se me llevó, se me hizo subir al coche celular y se me condujo a la cárcel, donde comí. Al cabo de muy poco tiempo, exactamente el necesario para darme cuenta de que estaba cansado, volvieron a buscarme: todo comenzó de nuevo y me encontré en la misma sala, delante de los mismos rostros. Sólo que el calor era mucho más intenso y, como por milagro, cada uno de los jurados, el Procurador, el abogado y algunos periodistas estaban también provistos de abanicos de paja. El periodista joven y la mujercita estaban siempre allí. Pero no se abanicaban y seguían mirándome sin decir nada.
Me enjugué el sudor que me cubría el rostro y recobré un poco la conciencia del lugar y de mí mismo sólo cuando oí llamar al director del asilo. Le preguntaron si mamá se quejaba de mí y dijo que sí, pero que sus pensionistas tenían un poco la manía de quejarse de los parientes. El Presidente le hizo precisar si ella me reprochaba el haberla metido en el asilo, y el director dijo otra vez que sí. Pero esta vez no agregó nada. A otra pregunta contestó que había quedado sorprendido de mi calma el día del entierro. Le preguntaron qué entendía por calma. El director miró entonces la punta de sus zapatos y dijo que yo no había querido ver a mamá, que no había llorado ni una sola vez y que después del entierro había partido en seguida, sin recogerme ante su tumba. Otra cosa le había sorprendido: un empleado de pompas fúnebres le había dicho que yo no sabía la edad de mamá. Hubo un momento de silencio, y el Presidente le preguntó si estaba seguro que era de mí de quien había hablado. Como el director no comprendía la pregunta, le dijo: «Así lo dispone la ley.» Luego el Presidente preguntó al Abogado General si quería interrogar al testigo, y el Procurador gritó: «¡Oh, no, es suficiente!» con tal ostentación y tal mirada triunfante hacia mi lado que por primera vez desde hacía muchos años tuve un estúpido deseo de llorar porque sentí cuánto me detestaba toda esa gente.
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el extranjero
AventuraUn hombre que se le murió su madre y acausa de algunos problemas se va a la cárcel