Capítulo 1: Annette Simmons

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            En aquel dieciocho de noviembre el viento otoñal soplaba con notoria delicadeza; el cálido sol acariciaba la tierra con un espectacular manto dorado, iluminando desde la mitad del increíble cielo color turquesa. Los caminos de Nueva Orleáns tenían un delicioso aroma floral, que impregnaba las vestiduras y las fosas nasales de la gente.

            En el aire podía sentirse el aura mística que era generada por la gran cantidad de magia que se concentraba en aquella fantástica ciudad llena de secretos, desde su fundación. ¿Cuántas personas saben quién fue el fundador de Nueva Orleáns? Una cosa, son las datas y los nombres dados en los libros de Historia del colegio; pero otra muy distinta, es la verdad, la autenticidad de los hechos, nadie puede estar seguro al cien por ciento de cómo sucedieron las cosas, porque nadie tiene la certeza de que tan antiguos pueden ser los documentos que se encuentran, o que tan reales eran en realidad.

            Nueva Orleáns fue fundada por los primeros seres sobrenaturales del mundo, luego de las brujas y los licántropos tan bien conocidos. El manual de mi clase asegura que hay documentos verdaderos que comprueban la verdadera identidad del fundador de esa ciudad, pero la memoria fotográfica e incluso las palabras imborrables de la memoria; podían asegurarle a más de uno que los auténticos fundadores de aquel lugar eran nada más ni nada menos que los hermanos Mikaelson, los vampiros originales más viejos del mundo en cuanto a edad, pero con el aspecto físico de jóvenes de entre diecinueve y veintiséis años.

            Descendientes de una dolida madre que buscaba la forma de proteger a sus numerosos hijos de los ataques licantrópicos que se proporcionaban cada luna llena; Esther había sido una bruja muy poderosa, pero que había seleccionado mal en cuanto al balance se trataba. Hasta el mundano más ignorante de la tierra, sabía perfectamente que la misión de las brujas era mantener el balance natural de la tierra, pero ella era su madre, y lo habría dado todo por sus hijos.

            Absolutamente todo, su magia, incluso su vida.

            Las grandes puertas blancas de hierro pintado y vidrio cristalino, se abrieron completamente de par en par, con un agudo rechinido dado por las pequeñas bisagras color bronce. El gran salón de paredes bordo y suelos de mármol italiano color crema, fue iluminado con la presencia de la única mujer de los hermanos Mikaelson. Rebekah se había ido a dar un paseo desde minutos después del amanecer, tenía que aclarar muchas cosas que divagaban en su mente, y darse a si misma una forma de anunciarle a su hermano Niklaus que llevaba un romance que hasta ese momento había sido secreto, con el amoroso hombre al que él había tomado como hijo adoptivo: Marcellus.

            Pero cuando vagaba por las ya iluminadas calles de Nueva Orleáns, de regreso a su casa para almorzar; volando en su nube imaginaria, mientras acababa de acomodar sus ideas; su oído vampírico le permitió escuchar a alguien soltando el chisme, de que luego de casi una década de calvario que parecía interminable, el cáncer de pulmón que atormentaba a la vieja Annette Simmons, finalmente la había consumido. Aquel rumor hizo que la preciosa vampiresa rubia original, bajara de un solo jalón directamente a la tierra; y tuvo que sostener la larga falda de terciopelo rojo de su vestido, para evitar caer al suelo, cuando corrió desesperadamente a la enorme mansión ubicada en el centro de aquella ciudad, que pertenecía a su escasa familia.

            En sus ojos azules podía notarse la extrema desesperación que sentía en su interior; y cuando ella comenzó a chillar como una verdadera loca, haciendo que su agudo tono de voz resonara por cada rincón de la casa, se pudo notar la angustia que sentía de tan solo pensar en que Annette ya no estaba entre los vivos.

            —¡Annette!—Clamó entrando en la cocina. Lo único que pudo notar fuera de lugar, era una pequeña pila de platos sucios, copas para vino y cubiertos de plata; por lo que fácilmente podía deducirse, que la mujer a la que ella buscaba, no se había aparecido por allí. Un escalofrío le recorrió la espalda completamente, haciéndola temblar con el simple pensamiento de que la mujer que la había tratado como a su propia hija, ya no volvería a hablarle con aquel tono de voz tan dulce y maternal que poseía; era algo que le causaba un dolor terrible en el pecho.

Amor en el año 1865 (Klaus Mikaelson)Donde viven las historias. Descúbrelo ahora