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Hola, lectores, debido a las nuevas normas de wattpad, he cambiado la edad de algunos personajes. 


—¡Estoy harta, papá! Nunca estás en casa, tengo que soportar a mi madre. Ella siempre bebe ante tu ausencia. Eres desalmado, no importan los lujos, ¡no! ¡Siempre te encuentras ausente! —gritó desgarrada la joven que sostenía su celular y se mordía los labios.

Estrelló su teléfono contra la pared cuando se dio cuenta de que su padre no tomó la llamada y tuvo que dejarle un mensaje al buzón. Se arrojó a su enorme cama y dio puñetazos en las almohadas. Al menos es lo que vi, porque tenía que llevarle el té a la princesa. Pobre Diana, su madre no le prestaba atención y su padre siempre se encontraba muy ocupado.

Ella era una de las hijas de mi jefe, Burgos, un doctor consumido por su trabajo. Él no era tan malo, eso creía. Me dio trabajo en su casa cuando mi madre murió. También me permitía estudiar en el mismo colegio donde lo hacían sus dos hijas, las gemelas Diana y Dana. Teníamos un trato: en la escuela yo era un desconocido para ellas; en la mansión, uno más de los sirvientes. Me daría mucha pena que supieran de mi relación con ellas, y no porque fuera el sirviente, sino porque las hermanas estaban desquiciadas, abandonadas y con un sentido de la autodestrucción a su manera. A pesar de que ellas tenían dieciocho años, gustaban de drogarse, fumar, beber y mantener amoríos con hombres mayores que solo las utilizaban. A mi ver, buscaban la figura paterna que no tenían.

Cuando supe cómo era realmente una de las hijas de Burgos, me encontraba en el colegio, era mi primer día. Después de llorar por mucho tiempo la muerte de mi madre, debía continuar con mi vida y los estudios. Estaba nervioso, nadie me hablaba, sentía mucha tensión en el ambiente y que descubrirían mi secreto, el de ser un sirviente apadrinado por la piedad de un gordo ricachón. En la hora de la colación y descanso, me alejé de mis compañeros, fui al agradable jardín del colegio a comer solo. Me senté en el césped, recargándome en un árbol frondoso. Sentí conectarme con la naturaleza y eso me dio la paz que necesitaba. Las nubes avanzaban lentamente por el cielo, el césped tenía un aroma húmedo y terroso. Las hojas del árbol se sacudían con suavidad, como si danzaran junto al aire, ese aire que me acariciaba las mejillas y jugaba con mi cabello.

Mientras comía, consumido en el silencio del exterior y el ruido de mis pensamientos, escuché algo proveniente de un aula vacía, me pareció en su momento que podía ser un fantasma. Lo ignoré y seguí comiendo, hasta que de nuevo el sonido llegó a mis oídos. La curiosidad comenzó a sacudirme mucho. Fue tanta, que sentí que tomó forma de un cuerpo humano. Entonces, me susurró delicadamente al oído para decirme: "Ve, ándale, investiga".

Abandoné mi lugar. De un salón abandonado y alejado de las demás aulas se escapaban ruidos extraños. Me acerqué corriendo. Pensé en fantasmas conversando. No pude creer en lo que vi, la escena fue demasiado para mí. Poseía atributos de irrealidad y se quedó varada en el tiempo de mis recuerdos. Diana era la encargada del ruido, jugueteaba y se besaba con el profesor de ciencias. Me miraron inmutados desde la ventana. Salí corriendo, pero igual me reconocieron y, claro, me amenazaron. Les dije que no me importaba lo que hacían y que no diría nada. Era un profesor casado y era infiel con una desquiciada. ¡Qué lío! Tenía un gran temor de que aquel par de locos me hiciera algo. Y ni cómo denunciar al profesor, se salía con la suya en el colegio por ser pariente del director.

Mi trabajo era un tormento, pero como no tenía a nadie, no me quejaba. Por lo menos pude seguir estudiando. Aunque debía soportar y lidiar con muchas cosas; igual, al estar tan ocupado en mis labores le daba sentido a mi existencia.

—¡Samuel, lárgate! —me gritó Diana después de lanzar su teléfono.

Estaba tirada en la cama, con su maquillaje corrido de tanto llorar.

—Solo te traje el té que me pediste —le expliqué desganado.

—Ah, sí, mi té verde para quemar grasa. Espera ahí, Samuel. Ya que estás aquí, ve a la farmacia, cómprame una prueba de embarazo —ordenó.

Suspiré muy bajo. Me acerqué a Diana para que me diera el dinero de su pedido. No era la primera vez que me pedía comprar cosas de ese estilo. La primera vez fue un suero, una barra de chocolate y una caja de preservativos. Recuerdo que la cajera me miró extrañada, arqueando su ceja tatuada, cosa que entendí: era un crío. Me moría de pena, pero era el sirviente -al parecer- exclusivo de las gemelas, y conocía los secretos de ellas, solo yo... Recuerdo que ese día me quité los lentes, peiné mi cabello rebelde con mucho gel y me cambié el traje a ropa casual, siempre hacía eso cuando iba a la farmacia. Nuevamente hice mi ritual de cambio y Dana, al verme cambiado, no tardó en encargarme cosas.

—Huérfano —me llamó con fría entonación—. Ya que vas a la farmacia, tráeme un paquete de toallas femeninas y una sopa instantánea. Hoy mi madre quiso cocinar, y ya sabes, siempre está ebria haciendo todo mal. —Dana torció la boca en una mueca y se rascó el ombligo.

Ella se encontraba en la sala, vestida con un pijama con estampados de flores. Yacía desparramada en el sillón, mirando absorta el enorme televisor.

—Sí.

No le dije nada más. Sabía que en la cocina había un cubículo exclusivo para la despensa, donde la comida instantánea no figuraba en lo absoluto, pero sí había alimentos en grandes cantidades. La familia incluso contaba con la ayuda de una cocinera, Dana pudo pedirle algo, pero como su madre estaba en la cocina, no quiso pasar por ahí.

Ese día llegaría Burgos a cenar, o eso creían todos, menos Diana, que sabía que su papá no llegaría y olvidó decirle a su madre. Por eso le llamó enojada. Clara estaba en la cocina, intentaba hacer una buena cena para su amado esposo, al que engañaba con el chófer veinte años más joven que ella, pero bueno, Burgos se ausentaba mucho.

Salí rumbo a la farmacia, el sol se despedía dejando destellos de su luz en las nubes, y a la lejanía la noche reclamaba el escenario. A pie, la farmacia quedaba demasiado lejos. No sabía manejar, por lo que no podía llevarme ningún auto de la mansión. Caminé tranquilamente por el suburbio de ricachones estirados, salí de la privada y continué. Una hora en pie de ida y otra de regreso. Suspiré, me animé a continuar gracias a la compañía que me hacía el paisaje del cielo. Por un breve tiempo se formó un arrebol que quitaba relevancia a los edificios de la zona.

Así era mi día a día, extraño. Escondía los secretos de la familia de Burgos, soportaba a sus hijas y mujer, porque no tenía nada más.


Cómo los gatos hacen antes de morir |Disponible en papel|Donde viven las historias. Descúbrelo ahora