De almas y números

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El primer tañido de la campana rompió junto con el resplandor de la aurora. Ese sonido se encargaba de despertar a toda nuestra comunidad, exceptuando tan solo a quienes habían pasado la noche en vela. Para todos los demás, también significaba que era hora de la primera meditación del día.

Yo no había velado, aunque ya estaba despierto mucho antes del amanecer. Para la mayoría de los alumnos a mi cargo — los akusmáticos —, ésta sería la primera vez que escucharían al Maestro, al gran hombre. Tras ver la evolución de varias generaciones, tenía por seguro que para ellos siempre era una de las pruebas más difíciles, y una en la que fallaba al menos un par cada año. Las dificultades residían en la simbólica cortina tras la que oirán la sabia cátedra, y por las restricciones de silencio que debían observarse en todo momento. Aquel que incumpliera cualquiera de las normas, sería expulsado y rechazado, y perdería toda oportunidad de seguir con su entrenamiento y enseñanza, y, en última instancia, prescindiría de cualquier pretensión de convertirse en parte del círculo interno de matemáticos: el preciado objetivo muchos de quienes que lo intentaban.

Con paso firme entré a la sala que fungía como su dormitorio. Como correspondía, todos me recibieron de pie y listos para la contemplación matutina. Pero antes de dejarles salir, quería dar mis últimas recomendaciones, pues no habría tiempo más tarde.

— ¡Jóvenes! Sé que para algunos de ustedes el ritual después de la meditación matutina ya es conocido — miré directamente a los tres miembros más antiguos, que llevaban ahí cuatro años, Filolao, y dos Seleucos, con Pirros a la mitad entre ambos —. Pero para la mayoría será la primera vez que lo presencien.

"Tendrán una oportunidad que muchos aquí en Crotona —y desde todos los puntos de la Magna Grecia— darían mucho por obtener. Estoy seguro de que no necesito recordarles la eminencia de quien escucharán las palabras hoy; tengan presente que ha viajado por lejanas tierras y ha traído hasta nosotros conocimientos que nos otorgan consciencia de nuestra metempsicosis.

"Sin embargo, hay un precio que pagar. Las reglas son sencillas y no hay excepciones: Deben guardar silencio y permanecer detrás del cortinaje. No pueden hacer preguntas ni interrumpir de ningún modo los discursos. Las palabras que escuchen en las reuniones privadas no pueden salir de nuestro santuario. Quien contravenga estas indicaciones puede hacerse acreedor a una reprimenda o incluso la expulsión definitiva dependiendo de la gravedad de la infracción.

Detuve la mirada en cada uno de los cuarenta hombres, resplandecientes en sus vestiduras blancas, de pie ante mí. De los cinco que acababan de entrar, no tenía material suficiente para formarme una opinión. Pero Seleucos, con sus dos años de experiencia a cuestas, ya había dado otras veces motivos de queja. Su fervor y deseo por pertenecer a la comunidad a veces sacaban de él palabras impulsivas, nunca bien recibidas. Si ya las hubiera dirigido a alguien poco comprensivo, haría algún tiempo que estaría fuera.

Los muchachos aguantaron el escrutinio sin recular. Finalmente asentí y dejé que se dirigieran al jardín, donde nos separaríamos para meditar a solas. Era una actividad mandatoria, fueras matemático o akusmático, quisieras comprender o simplemente creer. Representaba una parte indispensable de la purificación del alma que permitiría su tránsito por nuevos cuerpos cuando se separase del cuerpo.

La primera meditación del día no era de las más largas; poco después comenzarían las palabras. Antes de que el sol hubiera terminado de alzarse en el horizonte, una segunda campanada nos llamó al patio central. Vi a todos los demás caminar para tomar sus lugares, siguiendo siempre la jerarquía de edad y contribuciones académicas. Como educador, y por algunos de mis resultados —naturalmente, acreditando al Maestro por ellos —, yo me aseguraba un puesto muy cercano al frente. Hoy en especial, las palmas de mis manos humedecían mis vestiduras de lana blanca; posiblemente sería también el día de mi intervención, cuando expondría una pregunta, la mayor pregunta hasta este momento planteada, con consecuencias que podían ser devastadoras. Requeriría reformar por entero nuestro sistema de creencias y comprensión del mundo, dependiendo de que encontraran satisfactoria mi respuesta, a la que había dedicado largas horas de quieta contemplación y reflexión silenciosa. Si no la aceptaban... para mí habría mucho en juego.

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