CAPITULO I: LA POSADA

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   Con la usual frase "nos dan posada" llegamos una tarde del mes de noviembre, mi criado y yo, al corredor tendido de una casa de campo situada en el confín de una meseta verde y sonriente, extendida a los pies de una hermosa y elevada montaña.
   Salió a nuestras voces extraña mujer, alta y seca, quien después de haber examinado concienzudamente nuestra catadura, y satisfecha del examen, contestó a nuestra súplica con el "mándese a apear" ordinario.
   Cansados y ya con la noche encima no esperamos la segunda invitación. Presurosos abandonamos nuestras monturas; sentándome yo en un banco pernibrado, que alli contra la pared había, mientras mi diligente criado ataba las bestias a cualquier tronco de árbol.
   La casa en donde pasaríamos aquella noche, estaba más caída que parada. Las paredes completamente desencaladas enseñaban su tabazón de raja carcomida, y el correaje que por tantos años mantuvo sólidamente unido aquel endeble maderamen, roto ya en muchas partes, salía por los negros agujeros tostado y podrido.
   La teja roja y bien unida antes, estaba negra y amarillenta; pedazos de techo descubiertos, permitían ver jirones de nubes voladoras, orladas por los últimos rayos del sol poniente. Las puertas fuera de quicio, tenían sus hojas inclinadas en opuestas direcciones; el empedrado del corredor estaba casi destruido y los carcomidos pilares sustentaban, a medias, el peso de aquella armazón desencajada que no esperaba más que un ligero impulso para desparramarse en ruinas sobre la verde sabana.
   Pobre había de ser la comodidad que tendríamos aquella noche; y hasta la garantía individual era dudosa; pero la población mas cercana estaba aún muy lejos de nosotros, y tuvimos que aceptar aquel miserable albergue con reaignación y hasta con buena voluntad.
   Si el aspecto de la casa era triste y desconsolador, en cambio la perspectiva del campo era magnifica.
   La montaña estaba a nuestro frente, altiva, hermosa y exuberante de feracidad. Cintas de vapor blanco cortaban el verde azulado de su cima; e iluminada por esa luz blanca y clara que hay durante la penumbra, se percibía la arboleda con claridad admirable. Los troncos de los pinos se destacaban negros, firmes y sombríos, cortando a intervalos, la diáfana blancura del espacio, que como limpia placa argentada, del otro lado del monte se extendía.
   Valles extensos alcanzaba la vista desde el rededor de la meseta; cañadas profundas y obscuras de donde el calor de los últimos rayos solares levantaba en desmadejado vapor, las humedades allí perdidas.
   Después de haber mandado la cabalgaduras a un buen repasto, de haber acomodado convenientemente arreos y vituallas y dispuestos la confección de nuestra cena, acostado en mi hamaca y obedeciendo a una vieja costumbre mía, trabé con la dueña de la casa, conversación larga y tendida.
   Me dijo que allí había vivido durante cuarenta años; que cuando su marido existía, la prosperidad fue habitual en su casa; que poseyó en aquellos tiempos y aún mucho después considerables bienes de fortuna; ganado vacuno y caballar, estensos y fértiles terrenos y algún dinero efectivo; pero que acontecimientos inesperados le trajeron a menos, salud y fortuna, hasta dejarla en el triste estado en que se encontraba. Se quejó de su suerte, lloró sus infortunios y hasta me habló de ciertos proyectos de abandonar aquel campo e irse a vivir con unos sus parientes bien acomodados; eso habría hecho ya sino fuera que...

AngelinaDonde viven las historias. Descúbrelo ahora