Las últimas luces del día iluminaban con brillo tenue los imponentes edificios de la ciudad. Parecía asombroso cómo en cuestión de un par de décadas, aquel diminuto municipio se había convertido en la gigantesca metrópolis que hoy era. A cada paso que daba, el camino se iba ensombreciendo, marcando la llegada de la noche. Mi reloj de muñeca señalaba las diez. Acababa de salir del trabajo y me dirigía a mi apartamento, alentado por descansar tras un arduo día de trabajo. Las calles estaban desiertas y únicamente sonorizadas por el motor de los taxis que pasaban a mi lado y por los suaves ronroneos de los gatos callejeros que merodeaban por las calles de la periferia. Finalmente, después de una pequeña caminata, pude contemplar el portal de mi edificio. Se trataba de una construcción antigua, pero a pesar de ello se mantenía en unas condiciones intachables.
Una vez dentro, me esperaba lo que parecía una interminable fila de escalones, que continuaban hasta cuatro pisos más arriba. Tras subirlos todos, paré a observar la puerta que tenía enfrente. A su derecha, un casi descolgado y descolorido letrero que aparentaba haber sufrido de mala manera el paso de los años, custodiaba la entrada. Apartamento 4-B, pequeño, pero lo suficientemente cómodo como para sobrellevar mi día a día con el mísero sueldo que tenía. Eché mano a mi bolsillo derecho, busqué en él las llaves, y tras encontrarlas abrí la puerta. El recinto constaba de dos habitaciones, un baño, una cocina, y una diminuta sala de estar. Esta última, ornamentada únicamente con un sofá de dos asientos y un pequeño televisor retro, fue lo primero que ví al entrar. Dejé caer las llaves en un mueble que se encontraba en la entrada, a cuyo lado se encontraba un paragüero vacío. Luego de dar un par de pasos, caí rendido a la cama de la habitación más próxima, agotado por el cansancio que provoca un día duro en el trabajo.
El sonido del despertador irrumpió el sueño en el que me encontraba sumergido. No recordaba qué había soñado, pero al alargar el brazo para apagar la alarma, pude comprobar cómo mi cuerpo rugía dolorido, probablemente a causa de haber pasado una mala noche. Pasaron unos minutos hasta que muy a mi pesar, conseguí levantarme y dirigirme al baño. Al pasar frente al espejo, pude ver un rostro ojeroso, víctima del mal sueño, adornado con una desaliñada barba marrón. El pelo, del mismo color, caía lacio por la frente, rozando una llamativa pero formal cicatriz que ocupaba una amplia parte del pómulo derecho. De manera instintiva, me acerqué al lavabo y cogí una cuchilla de afeitar del mueble que se encontraba debajo de este, e inconscientemente comencé a arreglar la poblada barba que cubría la parte inferior de mi rostro. En cuestión de escasos minutos, parecía un hombre totalmente distinto, y no era de extrañar, ya que repetía cada mañana la misma monótona rutina. Una vez me hube aseado, me percaté de que ni siquiera me había quitado la ropa la noche anterior, por lo que a lo largo de toda mi camisa se exponían notables arrugas. Decidí no darle importancia y cambiar mi atuendo, ya que en poco tiempo comenzaría mi jornada de entrenamiento, uno de los únicos momentos del día capaz de hacerme olvidar mis problemas y ayudar a liberarme del estrés que me consumía. Me dirigí de nuevo a la habitación, abrí el armario y observé su contenido: Un par de chaquetas formales colgadas de sus respectivas perchas, colocadas próximas a sus pantalones a juego, dos camisas, algunos pantalones deportivos, y algunas camisetas viejas. Se encontraba prácticamente vacío, pero yo hallaba en él lo necesario para mi día a día. Seleccioné una camiseta negra, en cuya parte trasera lucía de un color gris metálico la palabra Marcus.
Ese es mi nombre, Marcus, elegido por mi padre, de origen estadounidense, y muy a pesar de mi padre, la cual hubiera preferido un nombre de procedencia hispana. Ella, proveniente de España y de profesión doctora, conoció a mi padre durante una conferencia en Francia, donde casualmente, él se encontraba cerrando un importante contrato con un magnate de la industria energética. Había oído aquella historia cientos de veces, pero nunca me cansaba de oírla. Desafortunadamente, me sería imposible escucharla, al menos durante algún tiempo, pues desde que me independicé no había tenido contacto alguno con mis progenitores, ni siquiera por teléfono, ya que lo primero que hice al finalizar la mudanza fue cambiar de número, de manera que ningún antiguo problema pudiera seguirme a mi nuevo destino. Tras recordar brevemente la historia de mi camiseta, la intercambié por la que llevaba puesta, haciendo lo mismo con el pantalón que cogí posteriormente. Una vez vestido adecuadamente, noté cómo mi estómago se pronunciaba mediante estruendosos rugidos, recordándome que necesitaba reponer fuerzas antes de salir. Acudí a la nevera, y agarré el tarro de mermelada que se encontraba en un rincón de la parte más baja. Seguido de esto, rebusqué en la despensa alguna pieza de pan sobrante del día anterior, para luego colocarla en el tostador y esperar a que adquiriera su característico tono dorado que tanto me gustaba. Una vez estuvo lista, le unté la mermelada. Ni siquiera tuve la oportunidad de darle un mordisco, pues unos nudillos golpearon la puerta ruidosamente. Sin soltar la tostada acudí a abrir, aprovechando el tiempo del desplazamiento para darle un par de bocados. Una decena de pasos después me hallaba en la entrada. Sin mirar de quién se trataba por la mirilla. quité el cerrojo y abrí la puerta. Ante mí se encontraba una chica joven, dotada con unos largos y hermosos cabellos rubios que caían sofisticadamente sobre sus hombros. Sus profundos ojos azules me miraban de manera impaciente, mientras yo, sorprendido por la inesperada visita, la contemplaba aún con la tostada en la mano. Su nombre era Lucy, y vivía justo enfrente. Se trataba de la hija de mi casero, y de repente pude hacerme una idea del por qué de aquella visita: De nuevo me había retrasado con el pago del alquiler. Rápidamente mi cerebro comenzó a crear montones de excusas, haciendo un riguroso proceso mental en busca de la más creíble, y de alguna que no hubiera utilizado anteriormente. Incapaz de conseguir una excusa decente y ruborizado aún por la presencia de la chica, no se me ocurrió más que ofrecerle unas sinceras disculpas y asegurar que les pagaría al día siguiente sin falta alguna. Cuál fue mi sorpresa al enterarme de que aquel no era el motivo de su llegada.
-No he venido a reclamarte nada esta vez, Marcus, aunque estaría bien que para variar no te hicieras tanto de rogar con los pagos - Añadió Lucy.
-¿A qué se debe este encuentro entonces? - Contesté aturdido por la respuesta.
La chica me miró fija y seriamente. - En las noticias no paran de anunciar comportamientos extraños y violentos en diversas partes de la ciudad, no hay otro tema de conversación en el edificio. Entre los vecinos hemos acordado mantener cerrada la puerta del portal durante todo el día, solo venía a comunicártelo - zanjó.
¿Comportamientos extraños? ¿Qué podría significar eso? ¿Acaso algún sindicato anarquista habría organizado una revuelta?
- Gracias por avisarme, procuraré cerrarlo cuando salga a entrenar.
- No hay de qué, es mi obligación como hija de tu casero. Respondió mientras se giraba para volver a su apartamento - y... sé cauto - añadió dándome la espalda.
Sus palabras resonaban aún en mi cabeza. Por el tono de voz preocupado que había empleado, supuse que la situación en la calle sería más compleja de lo que en un principio me había imaginado. Aun así, entré, cogí una maleta que colgaba detrás de la puerta, añadí una botella de agua fría y una toalla limpia, y me dirigí al portal.
Mientras bajaba las escaleras de la segunda planta, una voz femenina me sorprendió y me saludó de manera jovial. Al girar la cabeza pude ver la figura de la que provenía aquella voz. Se trataba de Rosa, la mujer más longeva del edificio, y que a pesar de cargar a su espalda noventa y dos pesados años, se mantenía en un estado admirable.
-¡Marcus! - Exclamó - ¿No pensarás salir ahora, verdad?
- Pues sí Doña Rosa, me proponía bajar al gimnasio, como cada mañana. - Respondí, captando su expresión de sorpresa.
-Quizás deberías aplazarlo hijo, tal y como están las cosas ahí fuera no te convendría poner tu vida en juego. - Añadió la anciana.
Mientras hablaba, pude observar cómo su rostro se tornaba más pálido y de aspecto preocupado, como aquel de una madre que teme por la seguridad de su hijo.
- No creo que sea para tanto señora. De todas formas, el gimnasio solo está a un par de calles de aquí, si presiento que algo va mal, volveré para ponerme a salvo. - Concluí, cerrando la conversación con una sonrisa de intención tranquilizadora.
Sin entretenerme más, termine de bajar las incontables escaleras y abrí el portal, asegurándome de dejarlo cerrado al salir tal y como insistió Lucy. Cuando me dí la vuelta para empezar a caminar, pude verlo claramente, los comportamientos extraños que mis vecinas habían mencionado anteriormente estaban a escasos pasos de distancia de mí.
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El último día para sobrevivir
Science FictionTras levantarse una mañana, Marcus, es alertado por algunos vecinos sobre comportamientos extraños que están teniendo lugar en la ciudad. A pesar de todo, él hace caso omiso de las advertencias y decide salir a la calle, para ver, con sus propios oj...