Nacido para matar

187 18 6
                                    

Él la va a inmortalizar bajo el lienzo del fino papel, ella siempre será su chica que mira el infinito.

. . .

—No puedo ser cómo tú...

—No debes de serlo, cada quién tiene su estilo.

—Entonces, ¿así era ella papá? ¿siempre miraba al infinito? ¿por qué tú...?

—Sí Inojin, así es. Los motivos ya los sabes.

—Desearía recordarla más. Desearía haber retratado el rostro de mi madre.

—Está bien, todo lo está.

—No sonrías de esa manera papá, ambos sabemos que las cosas no estarán bien.

—Regresaré pronto Inojin.

—No es cierto.

Sai sonríe. Le brinda una sonrisa a su hijo, una sonrisa fingida cargada de profundo dolor.

—Regresaré. Te quiero hijo.

—Papá... No te vayas.

. . .

(I)

Nacido para destruir, nacido para crear

Es el día en el que se avecina un invierno, la gente comienza a usar sus abrigos, el olor a té inunda la casa. Es el día en el que el pequeño bebé abre sus ojos al mundo, esos ojos negros que son como puertas. Él no lo sabe pero a partir de hoy inicia eso que se llama vida, la cual es un corto o largo plazo de tiempo que se les presta a los humanos para aprovechar al máximo todo el potencial que le ofrece la naturaleza. Pero él no lo sabe, apenas y llora mientras una mujer lo sostiene entre sus brazos. Ella no dice nada, no le dice palabra alguna. Ni siquiera un nombre.

Él no la conoce, y nunca la conocerá.

La mujer se escabulle entre las calles, están oscuras y vacías para soñar. Ella no ha dicho ninguna palabra desde que dio a luz en su propia casa. Lo mira de nuevo (y por última vez) mientras lo tapa y lo deja en la puerta del orfanato. Y ya no hay más rastro de aquella mujer de ojos negros y cabello oscuro, ella ha desaparecido para siempre.

No recuerda nada de sus primeros años de vida y a veces se cuestiona si alguna vez los tuvo o si acaso le fueron arrebatados. Los niños del orfanato suelen burlarse de él pues sólo se dedica a trazar líneas en un cuaderno sucio y viejo.

Su nombre... ¿Alguien conoce su nombre? No. Nadie sabe cuál es su nombre ni su apellido. Y conforme van pasando los días y los meses su obsesión por la pintura crece, es talentoso dicen. Podría ser un buen pintor, murmuran las maestras. Sin embargo sólo se dedica a su arte y la esconde para sí mismo, no habla. Se esconde en lo más solitario del orfanato e internamente conversa con su propio yo.

Todo pudo haber sido monótono en su vida, sin aspiración alguna, sin deseos de morir o de vivir. Se aferraba a los lienzos como si se tratara de una cuerda floja, la sujetaba con cuidado de no morir en el intento. Estaba en el precipicio, en la línea cero. La vida pudo haber transcurrido así, de no ser porque una calurosa mañana de primavera dos hombres tocaron a la puerta del orfanato. Pidieron hablar con Miss Ayame. Ese día cambió su vida para siempre.

(II)

Arte de pintar, arte de matar

Despierta un día en una habitación diferente, una recámara sencilla con piso de madera. Está viviendo en una cabaña. Él no comprende que ha pasado en las últimas horas, sólo recuerda como Miss Ayame se despedía de él y le apretaba la mano (de manera muy fuerte) y con tristeza le dice que espera que siga pintando.

Crónicas del hombre que no tenía nombreDonde viven las historias. Descúbrelo ahora