Cuando alguien espera tantísimo a que llegue la muerte, nada puede hacerlo cambiar de opinión, a no ser que la encuentre de frente. Entonces, miraría lo que desea desde un punto más objetivo y, quizás, solo quizás podría desistir al anhelo.
Muchas eran las noches que él pasaba allí mirando simplemente las estrellas. A veces temblaban, producto de sus emborronadas lágrimas. Temblaban y brillaban con más fuerza. Y él siempre se quedaba allí quieto, sin querer hacer nada, sin querer salir, o respirar. Solo esperaba a que acabase la noche. A veces, todo estaba en completo silencio, y lo único que era capaz de escuchar eran sus sollozos, débiles como su dueño, el rumor de las hojas, el silbido del viento. Otras, prefería adornar las tinieblas con música, débiles quejidos y representaciones de lo que ya estaba dentro de él.
Yo no podía hacer nada, lo miraba desde la ventana de arriba. Observaba su delgado cuerpo apoyado en la barandilla, esperando y esperando y esperando a que llegase lo que ambos sabíamos que no iba a llegar como por arte de magia, por mucho que le deseara. Hacía frío, y se estremecía, pero nunca iba a por una prenda de abrigo. A veces se quedaba allí toda la noche, sin dormir, sin poder hacer nada más que lamentarse en la oscuridad de la noche
—Voy a apagar las luces—le decía.
—De acuerdo—susurraba, como un espectro, con desgana, sin fuerzas.
—¿Por qué no entras? Aquí hace frío.
—Así estoy bien.
Comprendía que no quería hablar de lo que lo angustiaba. Así que simplemente extinguía la claridad del porche. Y él ni siquiera parecía darse cuenta. Solo estaba allí, muy quieto, muy rígido, muy callado, mirando las estrellas. Me parecía a mí que para llegar a ellas, y abrazarlas.
Más de una vez me confesó que para él eran como puñales, afiladas.