—Mira todo esto, querido amigo. Mira estas cuatro paredes, y este cuerpo, y estos cuadernos, y estos frascos de tinta. Míralo todo con atención, y podrás verme a mí en cada uno de estos elementos. Estoy siempre aquí, aburrido. Que la vida ya no me llama, y tú tampoco vienes ya a buscarme. Que la literatura se ha convertido en mi casa, o quizás sea ya una prisión de paredes de piedra, sin ventanas y sin luz. Que me han arrebatado lo que yo más quería, y ya... ya ni siquiera estás tú.
—No pienses así.
Éramos dos muchachos. Observábamos el cielo, las nubes, el atardecer. Quedaba poco para la noche, el silencio, las estrellas. Estábamos él y yo. No creo que hubiese nadie más en el mundo que nosotros: él, un muchacho destruido hasta la médula; yo, alguien incapaz de comprender algo tan roto. Y a nosotros nos unía una amistad amplia como el universo, pero tan invisible, que él parecía negarse a verla.
—¿Y por qué no puedo pensar así?, ¿y por qué no puedo dejar de sentirme de esta forma?, ¿y por qué no puedo dejar de estar encerrado?
Era el inicio de una tormenta. Eran las primeras gotas, las que caían con dulzura desde las nubes hasta el suelo, desde sus ojos hasta perderse en su mandíbula, en sus labios. Aquellas preguntas eran el principio de una tempestad, el principio de muchos golpes, muchos gritos, muchas lágrimas. Algunas ya comenzaban a brillar bajo la luz anaranjada del sol bajo. Su voz ya comenzaba a quebrarse, presagio de lo que se acercaba. Presagio del principio. ¿Principio de qué?
—Pues porque no me ves, porque no ves que yo estoy aquí, porque no ves todo lo que renunciarías. ¿Qué seríamos sin este atardecer? , ¿qué seríamos sin la noche, sin las estrellas, sin las mañanas? Ni siquiera viviríamos.
Y él tragó saliva. Ni siquiera habló, ni siquiera me contestó para preguntar por lo que estaría renunciando si moría. Solo estuvo callado. Estuvimos callados. Dejamos que la noche nos invadiese, que el cielo estuviese plagado de estrellas, que todo estuviese en calma. Lo abracé en la quietud nocturna y atribulada. Deseé, con todas mis fuerzas, con la misma esperanza que un niño a una estrella fugaz, que todo fuese a salir bien. Deseé que la felicidad volviese a él, porque realmente lo quería.
Por lo visto fue en vano.