CAPITULO 2

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Christopher estaba junto a la ventana de la oficina.
De espaldas a Tigh McBain, su
abogado, miraba a través del cristal límpido el tráfico remoto de las calles. Hacía mucho frío en la sala de conferencias, casi hasta el punto de que podía ver su vaho.
Consultó por tercera vez su reloj.
—Se retrasa.
—Dulce siempre se retrasa
—dijo una voz suave.
Christopher se dio la vuelta y vio que una mujer joven y esbelta entraba en la sala.
Saludó a Tigh educadamente, puso un portafolios sobre la larga mesa mientras que su secretario, ¡un hombre, por el amor de Dios!, la seguía y dejaba un servicio de café y
una jarra de agua en la mesa.
—¿Y usted lo tolera?
La mujer buscó su mirada y Christopher vio al tiburón que había bajo la abogada impecablemente vestida.
—Las hermanas tienen tendencia a tolerarse muchas cosas.
Hermanas.
Estupendo.
Nada como que una familia uniera sus fuerzas contra él.
—Soy Blanca Espinosa.
Christopher la contempló detenidamente.
Ella parecía esperarlo y lo aceptó con una extraña sonrisa.
Era atractiva, severa en apariencia, profesional con un vestido de
Chanel ajustado y el pelo negro, recogido en una trenza tensa.
Todo en la señorita Espinosa hablaba de la dureza que él veía tan a menudo en las mujeres que buscaban
abrirse camino en los negocios.
Pero, para él, todos los abogados eran unos tiburones, y eso incluía a Tigh. ¡Dios! ¿Era eso lo que le esperaba? ¿Una mujer tan incapaz de
sustraerse a las exigencias de su carrera como para recurrir a un banco de semen en vez de tomarse su tiempo para mantener una relación? El estómago se le cerró.
Volvió a mirar por la ventana, las manos unidas en la espalda.
Se balanceó sobre sus talones e
hizo una mueca cuando zumbó un teléfono.
Miró por encima del hombro a tiempo de ver a la abogada abrir la solapa de un móvil, hablar en voz baja, desconectarlo y guardarlo en el portafolios.
—Ya sube.
Llamaron a la puerta y Christopher se dio la vuelta mientras el secretario abría la pesada hoja de madera y luego se hacía a un lado.
Christopher alzó mucho las cejas cuando una mujer desmesuradamente embarazada entró con paso elegante en la sala gélida.
Las imágenes que se había formado quedaron destrozadas de inmediato cuando ella pareció flotar hasta su hermana y abrazarla.
Dulce María Espinosa era la feminidad en su máxima expresión.
Y Christopher se vio perdido.
¿Como iba a luchar contra aquella imagen etérea de a maternidad? Dulce sonrió, pero él sólo lo vio a medias, estaba de perfil mientras la hermana le presentaba a su abogado. Tigh le sonrió con naturalidad y la
invitó a sentarse, cosa que ella hizo parapetándose tras el pequeño bolso que puso en su regazo antes de mirarle.
Christopher asintió.
Dulce asintió.
La abogada ordenó sus papeles y se dirigió a Tigh.
—La señorita Espinosa quiere saber los derechos a los que se considera
acreedor su cliente.
—Yo no creo nada, estoy seguro
—dijo Christopher.
Dulce lo miró breve, ferozmente y, por un instante, Christopher se vio abrumado por aquellos ojos verdes.
—La señorita Espinosa  es de la opinión de que se trata de un problema de la clínica.
Ignorando el consejo de Tigh de que le dejara a él la negociación, Christopher siguió adelante.
—Es «nuestro» problema, porque se trata de nuestro» hijo.
¿Acaso no tiene voz la señorita Espinosa?
—rezongó.
Dulce ladeó la cabeza para contemplarle.
—La verdad es que la tengo, aunque no tan chillona como la suya.
Christopher se la quedó mirando y de repente sonrió.
Dulce se sobresaltó, sus mejillas se ruborizaron.
—Naturalmente, su cliente estará de acuerdo en que ésta es una situación poco habitual
—dijo Tigh
—. Nos gustaría saber cómo se descubrió el error.
Los abogados intercambiaron documentos de trabajo.
—Los técnicos del laboratorio estaban actualizando los registros, comprobando los numeros de identificación de los donantes para asegurarse de que ninguna muestra
fuera utilizada más de una vez.
El donante...
—Blanca se aclaró la garganta y Christopher sintió que la piel se le ponía tirante
—... El semen del señor Uckermann no estaba correctamente listado.
—Entonces, ¿cómo supieron que se trataba de él?
—preguntó Tigh.
—. Sólo era un número en un registro, ¿no?
Blanca intercambió una mirada con Dulce, que asintio.
—Cuando se planteó la cuestión, la señorita Espinosa se hizo una amniocentesis
para estar segura.
Que se hubiera enfrentado al riesgo y al dolor que eso suponía, le dijo a Christopher más de lo que quería saber.
Se inclinó sobre la mesa, contempló a ambas hermanas y se dirigió a la embarazada.
—¿Con qué resultado?
—dijo reteniendo el aire de sus pulmones.
Dulce sabía que era ella la que debía responder.
Levantó la vista de su regazo,
sus ojos brillaban con lágrimas contenidas y dejó que el resentimiento aflorara en su
voz.
—Se trataba de su donación, señor Uckermann.
Entonces, Christopher dejó escapar el aire.
Había habido una sombra, la tenue
esperanza de que sólo se tratara de un error en los registros.
Pero aquel sentimiento cálido volvió a apoderarse de él, se extendió por sus manos y envolvió su corazón,
ahondando sus raíces con cada momento que pasaba.
Era papá.
Se acomodó en la silla, sintiéndose condenadamente a gusto.
Confiaba en que se le notara, que aquella mujer se diera cuenta de que no estaba dispuesto a renunciar a ningún derecho sobre su hijo sin una lucha encarnizada.
Pero Dulce lo supo por su expresión, por el tono azul cobalto que adoptaron sus ojos y apartó la mirada de repente.
«Dios mío! ¿Qué he hecho?».
Acababa de reconocerle, de aceptar que tenía derechos paternos.
Pero se dijo que no, que sólo era un donante, una probeta de líquido descongelado.
—El problema estriba en cómo su esperma fue siquiera registrado
—estaba diciendo la abogada
—. Tal como yo lo entiendo, usted y su esposa...
Dulce se horrorizó de inmediato y Christopher la interrumpió.
—Ex esposa.
Mi difunta ex esposa
—exclamó amargamente, dejándose llevar por un momento de furia.
—Lo siento, señor Uckermann 
—dijeron las dos mujeres.
Pero Christopher sólo tenía ojos para Dulce, contemplaba ardientemente su piel dorada hasta que ella lo miró. Christopher sintió que sonreía apenas, lo que hizo que ella se
preguntara qué podría estar maquinando.
—Ustedes iban a utilizar una madre de alquiler
-añadió Blanca.
Tigh asintió por él.
—. Pues bien, aunque el semen del señor Uckermann debió ser destruido al término de su matrimonio, mi cliente figuraba como madre de alquiler.
Dulce miró abruptamente a su hermana.
—;Eso es imposible!
—¿De verdad?
—dijo Christopher.
—Sí
—dijo ella, enfrentándose con él
—. Jamás habría tenido un hijo para
entregárselo a otra persona, por nada del mundo
—dijo elevando la voz.
—. Y la doctora Faraday sabe perfectamente por todo lo que he pasado.
Christopher sintió que se le paraba el corazón.
¿Habría algún problema con el
embarazo? Aunque quería, necesitaba saberlo, no creía que fuera a decírselo si se lo preguntaba.
—Nunca le entregaré a mi niño
—afirmó Dulce, con los ojos relampagueantes.
—Nuestro niño
—respondió él.
—No.
Mío.
El donante renuncia por escrito a sus derechos cuando entrega su
esperma al banco.
Esa es la razón de que lo escogiera.
—No le gustan los hombres, ¿verdad?
Con la cara de estupefacción de Dulce, Christopher tuvo su respuesta.
—Eso no es pertinente.
—Eso no viene al caso
—dijeron los dos ahogados a la vez.
Ambos lanzaron a sus clientes una mirada imperiosa de reproche.
Dulce y Christopher se sentaron rígidos, su furia parecía crepitar por encima de la mesa.
—Los dos tienen derechos.
No solucionarán nada demandando a la clínica
—dijo Blanca.
—Yo no quiero empezar con pleitos
—dijo Christopher.
—Entonces, podemos negociar derechos de visita para cuando nazca el niño.
Christopher clavó los ojos en la abogada.
—Ni hablar.
No pienso «visitar» a mi propio hijo. Quiero tenerlo.
Un pánico absoluto e innegable lanzó a Dulce hacia delante, haciéndola aferrarse con ambas manos al borde de la mesa.
—Sea el padre o no, no le quiero a usted en mi vida, señor Uckermann! La posesión es noventa por ciento de la ley.
Hasta que el niño nazca, usted carece de derechos.
—Tengo los mismos que cualquier padre.
—Entonces, lárguese y vaya a ser el padre de cualquier otro.
Nosotros no le queremos.
Blanca se levantó y obligó a su hermana a sentarse, mientras lanzaba una mirada furibunda a Christopher.
—No es bueno enfadarla!
—le reprochó.
—Por favor, Blanca! ¡Seamos serias! —Murmuró Dulce
—. Estoy embarazada, no inválida.
—Hay que utilizar todas las armas a nuestro alcance
—susurró su hermana.
—Me parece que será el tribunal quien tenga que decidirlo
—intervino Tigh.
—No!
—exclamaron ambos padres a la vez.
Blanca y Tigh se miraron y luego contemplaron a sus clientes.
Los abogados aproximaron las cabezas y consultaron en voz baja. Christopher miró a Dulce.
Echaba chispas y eso le gustaba. Aunque iba a luchar contra él con todas sus fuerzas, a Christopher le gustaba.
Sólo protegía a su hijo, al hijo de los dos.
Pero él también estaba decidido
a conseguir lo que quería.
Se fijó en que sus dedos trazaban diminutos círculos sobre el vientre. De pronto, se encontró preguntándose cómo sería sentir aquellos dedos
sobre su piel.
¡ Maldición!
¿De dónde había sacado aquella idea?
Con todo, la siguió observando, el ligero tremor en su respiración, el modo en que el aire acondicionado agitaba la tela del vestido sobre sus senos.
Era una mujer radiante de verdad y Christopher se preguntó, como hubiera hecho cualquier hombre normal, cómo sería de no llevar a su hijo en las entrañas.
—Quiere comer conmigo, señorita Espinosa?
Ella parpadeó asombrada y entonces entornó sus ojos verdes.
—¿Para qué?
—¿No cree que sería mejor para nosotros tres...
—dijo con un gesto hacia su vientre—.., que llegáramos a un alto el fuego amistoso?
Indecisa, Dulce lo miró con detenimiento.
Un hombre de rasgos duros, de pelo
castaño oscuro, corto y elegante, los ojos azules, como un lápiz de colores infantil, y penetrantes.
Además del traje oscuro, se fijó en las arrugas en torno a aquellos ojos
increíbles, unas líneas que le dijeron que, a pesar de lo gruñón y hosco que parecía, aquel hombre se reía mucho.
—De acuerdo
—dijo con arrogancia.
—. Un acuerdo de alto el fuego.
Al menos prometo no tirarle la comida a la cara.
Christopher sonrió únicamente con las comisuras, cruzó los brazos sobe el pecho y contempló el suelo para ocultar su sonrisa.
Sin embargo, lo único que vio Dulce  fue la tirantez de la tela contra los músculos.
Era demasiado sexy para su propio bien e imaginó que él lo sabía.
—Nos veremos a las doce en el Golden...
—Arches?
—la interrumpió él.
—No, en el Golden Dragon.
Me apetece dim sum.
Christopher contempló aquel maravilloso vientre redondo y luego su cara.
—¿Antojos, señorita Espinosa?
—No, hambre.
Sígame la corriente, estoy embarazada.
Entonces se levantó, besó a su hermana en la mejilla y saludó con un gesto de la cabeza al abogado antes de salir.
Christopher miró a Blanca, que sonreía como una reina y a
Tigh, que hacía lo propio, para acabar con los ojos sobre una silla vacía. Salió disparado hacia la puerta mientras los abogados se dejaban caer en sus asientos.
—Tengo la impresión de haber engañado a mi cliente
—dijo Tigh.
—Yo también.
—No hemos hecho nada.
Blanca le lanzó una mirada tímida.
—Oh! Yo creo que sí.
Christopher la alcanzó en el ascensor, apretó el botón de llamada y le sonrió.
—He dicho que a mediodía.
—¿Adónde va?
—Vuelvo a mi trabajo, aunque no sea asunto suyo.
—¿Es que trabaja?
—¿Cómo? ¿Se creía que soy rica? ¿Que puedo tener un niño cada vez que me apetece?
Christopher sacudió la cabeza, embutió las manos en los bolsillos de los pantalones, arruinando el corte del traje.
—No sé qué pensar.
—Perfecto.
Christopher apretó los labios.
—Trate de no disparar a quien lleva una bandera blanca
—dijo entre dientes.
Dulce suspiró.
—Mire, señor Uckermann...
—Christopher.
—Señor Uckermann
—recalcó ella.
—. Puede que haya contribuido a unas reservas genéticas, pero eso es todo.
—¿Va a echarme en cara el hecho de que yo no pueda parir?
—Claro que no, pero no tenemos nada que decirnos y prefiero que las cosas sigan así.
La comida es sólo un compromiso.
—Quiere decir que es una concesión al execrable padre, ¿no?
Señor! Sonaba tan despiadado y repelente cuando él lo decía con aquellas palabras.
—No significo nada para usted, ¿no es cierto?
—Añadió Christopher
—. Le importa un pimiento que me pase los próximos diez años pleiteando por mis derechos, ¿eh? La campanilla del ascensor sonó antes de que se abrieran las puertas.
Dulce entró mientras y Christopher se quedó quieto mientras ella le miraba y apretaba el botón del vestíbulo. Aquel instante le bastó para olvidar la expresión dolida de Christopher y
recobrar su determinación.
No quería ofrecerle apoyo monetario simplemente, como Blanca  pensaba, Christopher Uckermann deseaba quedarse con su niña y planeaba hacerle la vida imposible.
—Olvídeme, señor Uckermann.
Lo último que deseo es tenerle en la vida de mi bebé.
Las puertas se cerraron y Christopher se aflojó la corbata de un tirón. Entonces se pasó la mano por el pelo. “Ni en la del niño ni en la tuya”, pensó furioso.
Dulce le vio desde lejos e hizo acopio de coraje.
Christopher se había puesto una ropa más casual, todavía recordaba que no había dejado de tironearse la corbata aquella misma mañana.
Decidió que, o bien no llevaba traje muy a menudo, o no le gustaban.
Ella le vio en el momento en que él miraba hacia la calle.
La terraza del café era un buen sitio, abierto, concurrido.
No discutirían allí.
Sin embargo, tuvo la impresión de
que él parecía sentirse solo, olvidado, aunque estaba relajado en su silla con un brazo sobre el respaldo.
Las mujeres desfilaban ante él con la esperanza, a Dulce  no le cupo duda, de llamar su atención.
Pero ni siquiera se molestaba en mirarlas mientras mantenía una expresión tan distante que Dulce experimentó una punzada de
compasión.
Estaba divorciado, su esposa había muerto y ahora vivía solo.
Eso era todo lo que Blanca había podido averiguar con tan poco tiempo, aparte de que era propietario de una empresa de construcción.
Dulce se masajeó el puente de la nariz para despejar el dolor de cabeza que la amenazaba y cuadró los hombros. Hizo una seña al maître que la condujo a la mesa.
Como si presintiera su presencia, Christopher giró la cabeza y se puso en pie de un salto para ayudarla a sentarse.
Dulce se dejó caer en la silla agradecida y se quitó los zapatos. Embarazo y pies felices eran dos conceptos enemistados.
Olía a canela, decidió Christopher mientras volvía a su asiento.
Hicieron su pedido.
Cuando el camarero se marchó, Christopher centró su atención en la mujer que tenía enfrente.
Le había colocado la silla a una distancia segura, presintiendo que ella no querría estar demasiado cerca. No quería asustarla.
Había demasiado en juego.
Dulce podía desaparecer con su hijo aún no nacido y Christopher volvería a encontrarse solo.
—¿Va a quedarse mirándome así o qué?
Llevaba el mismo vestido que por la mañana.
Christopher se alegraba de que no se
hubiera cambiado.
—¿Dónde trabajas, Dulce?
Ella sopesó la opción de no decir nada.
Con alguien como Tigh McBain como abogado, a esas alturas era probable que Christopher estuviera enterado hasta del color de su cuarto de baño.
—Tengo una tienda a cuatro manzanas de aquí, «señor Uckermann»
—insistió ella, con la esperanza de que Christopher pillara la indirecta.
Y Christopher la pilló, aunque también la ignoró por completo.
—Deja que adivine, ¿una tienda de ropa?
—No, un bazar.
Dulce’s Attic.
Christopher frunció el ceño.
—Diseño y confecciono ropa de época, victoriana, Gatsby
—dijo haciendo un gesto hacia su propio vestido.
—. Junto con los complementos adecuados.
Christopher se dio cuenta de que también trabajaba con sus manos y se fijó en los dedos, esmeradamente cuidados, en el encaje delicado, entretejido con perlas y cintas. Parecía que fuera el aire lo que lo sujetaba y le hizo evocar una maravillosa lencería que las mujeres se ponían con el único objetivo de volver locos a los hombres.
No era raro que le sentara tan bien.
Se descubrió deseando haberla visto antes del embarazo, incluso después, sin el vientre voluminoso.
La verdad era que deseaba verla
sin nada en absoluto.
Dulce sintió su mirada, vio que se oscurecía y se hacía más profunda, provocando un calor poco habitual en su cuerpo, ya cálido de por sí.
Lo achacó a un golpe de calor.
El camarero les sirvió los platos. Dulce, todavía atrapada en la mirada de Christopher, no se dio cuenta de que había llegado la comida hasta que estuvo a punto de echársela encima.
—¿Quién te hizo daño?
Sus palabras eran suaves, como una caricia tibia.
A ella no le gustó.
Pero nada en absoluto.
—¿Cómo dice?
—Quién te hizo tanto daño como para que no quieras compartir tu vida con otro hombre? .
Una mentira hubiera ido bien en aquel momento, pero Dulce no pudo obligarse a decirla.
—No es que no quiera.
Más bien me parece... innecesario.
Me va bien sola, con alguna cita de vez en cuando.
—¿Por qué no te acostaste con algún pobre desgraciado para desaparecer
después? Habrías tenido justo lo que querías.
—No
—respondió ella tensa
—. No iba a arriesgarme a contraer una enfermedad ni nada por el estilo. ¿Qué tendría que haber hecho? Oye, discúlpame
—dijo ella, agitando en el aire los palillos
—. ¿Te importaría someterte a un análisis para comprobar que no sufres enfermedades y yo pueda quedarme embarazada? Pero
tienes que darte prisa porque estoy ovulando.
No podría haberlo hecho, al menos no sin que él estuviera al tanto de mis planes.
Christopher sonrió.
—¿Pero sí podías conmigo?
Dulce dejó los palillos y se masajeó las sienes.
—Es distinto.
Cuando me metí en esto, me aseguraron que el donante nunca lo
sabría.
Los donantes renuncian a sus derechos por escrito.
—A no ser que los niños quieran encontrarlos.
Dulce se encogió de hombros.
—¿Qué ibas a decirle a mi hijo cuando preguntara por su padre?
De nuevo, sus hombros se movieron inquietos mientras jugueteaba con la comida.
—Pensaba decidirlo cuando llegara el momento.
Si ella era lo bastante mayor como para entenderlo, le habría dicho la verdad.
De pronto él se echó hacia delante, cercando el aire, el momento mismo. Estaba tan cerca que ella podía ver las motas negras de sus ojos.
—¿La verdad? ¿Que lo habían concebido en un laboratorio y no en una cama?
¿Que su padre era un tipo al que nunca podría conocer?
El tono de Christopher era íntimo, aterciopelado y Dulce  tragó saliva nerviosamente.
—Es inevitable.
—Desde luego que no.
—Y cómo... ?
Dulce abrió mucho los ojos y le miró fijamente a la cara.
Sacudió la cabeza con una expresión asustada.
—Oh, no! ¡No lo diga!
—Cásate conmigo.
Dulce estuvo de pie en un abrir y cerrar de ojos.
Lanzó su servilleta sobre la mesa.
—Eso nunca arregla nada y esto menos que nada.
Christopher se levantó lentamente.
—Dulce, cálmate.
—Estoy calmada.
Dije que comeríamos, que hablaríamos, no que admitiría una
maldita proposición de matrimonio que no es de fiar.
Se alejó de la mesa airada, dando las zancadas más largas que podía y, de
repente, se paró en seco se quedó mirando sus pies descalzos.
Christopher se dio cuenta de cómo se hundían sus hombros antes de dar la vuelta.
Cuando ella volvió a sentarse,
Christopher contuvo una sonrisa mientras ella se calzaba y recogía su bolso.
La sujetó del bazo y sintió que un cosquilleo invadía su cuerpo.
—Dulce, espera.
Habla conmigo.
—No
—dijo ella, librándose de un tirón
—. Esta conversación...
Dulce jadeó de pronto aferrándose a su hombro sujetándose el vientre con la otra mano.
Christopher se crispó, su mirada desesperada iba del rostro de Dulce a su vientre.
Al instante se dio cuenta de que ella no sufría dolor, sino que el niño se movía como un salvaje en sus entrañas.
Sin pensarlo, se la sentó en el regazo y cubrió con sus manos aquellas protuberancias y ondas que surcaban el vientre redondo.
Dulce pensó que su audacia era insufrible.
Trató de levantarse, pero él se lo
impidió.
Entonces se quedó inmóvil, contemplando su expresión, de arrobo, de felicidad.
Christopher era feliz hasta el delirio, ella podía sentirlo como una fragancia dulce en la brisa, un perfume casi tangible
—Christopher
—susurró ella.
Christopher levantó los ojos.
A Dulce estuvo a punto de rompérsele el corazón.
Sus ojos oscuros, hechiceros, capaces de atravesarla, estaban húmedos y eran tiernos, tan increíblemente vulnerables que pensó que iba a ahogarse en ellos.
Parecía desamparado mientras le acariciaba el vientre, siguiendo los movimientos de la vida que alentaba en su interior.
Un ardor, familiar, sensual y embriagador, se extendió por su cuerpo.
Se movió sobre su regazo y él volvió a fijar la mirada en el vientre.
Cuando Dulce puso la mano encima de la suya, Christopher sintió que la emoción despertaba en él, una pesadez en el pecho que no había experimentado nunca en sus
treinta y cinco años.
Una vida empujaba contra la palma de su mano.
Era su hijo, que le decía que estaba allí, imbricado en ella, pero siendo una entidad distinta de la madre.
«Este niño también es una parte de mí que vive y respira».
Y el niño le necesitaba.
Vio que Dulce le sonreía con ternura. «Dios, es preciosa».
Y estaba provocando reacciones
en él, intoxicándole con el movimiento de sus nalgas, con el olor de su perfume y de su piel, con la mirada de sus ojos.
Por un momento, Christopher la vio en su cama, desnuda, húmeda, anhelante.
Abrió la mano que tenía sobre su espalda y la deslizó hacia arriba,
apretándola contra sí.
Rozó con el aliento sus labios cálidos, infinitamente dulces.
Dulce abrió los ojos y se apartó sobresaltada.
—No, No, no, no.
Se bajó de su regazo, recogió el bolso rechazando su ayuda y repitiendo aquella palabra una y otra vez mientras salía del restaurante lo más deprisa que podía.
No se habría movido más rápido aunque su vida hubiera estado en juego.
Christopher sonrió como
un tonto.
Varios clientes le imitaron.
—Mi niño
—dijo.
Entonces se sentó y se sujetó a la mesa para recuperar el aliento.
Ella lo había sentido.
Rezó para que ella hubiera experimentado la misma descarga eléctrica, porque él estaba frito hasta los calcetines.
Y la única razón por la que no iba tras ella era porque todo el restaurante sabría perfectamente lo que le había hecho con tanto moverse.

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