CAPITULO 1

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—Es demasiado tarde, Christopher.
—¿Qué quieres decir?
—chilló él al auricular.
Su voz era tensa.
Los abogados tienen la costumbre de dar los detalles con cuentagotas, sobre todo a los amigos.
—El proceso comenzó hace seis meses.
—¿Qué? ¿Estás diciéndome que hay una mujer a la que nunca he visto y que va por ahí con mi hijo en sus entrañas?
—En resumidas cuentas, sí.
Christopher Uckermann se protegió los ojos del sol cegador que entraba por la ventana de su oficina y se masajeó las sienes.
Aquello era cosa de Janis, lo sabía.
—Dios! Si Janis no estuviera muerta, la mataría.
—Oh, aún falta lo mejor!
Christopher cerró los ojos mientras trataba de dominarse.
—Suéltalo.
—Ella cree que sólo eres un donante de semen
—dijo, provocando que Christopher
sintiera algo asqueroso agitarse en su interior
—. Y no está dispuesta a que te
acerques al niño, ni siquiera a decirte la hora que es.
—Eso ya lo veremos.
Christopher colgó el teléfono, la cabeza estaba a punto de estallarle. Buscó el sillón más próximo y puso la cabeza entre las manos.
«Un donante de semen». Estupendo.
Como si su matrimonio ya de por sí no hubiera sido la broma del siglo, ahora sentía que Janis estaba cinchándole desde la tumba.
Christopher no lamentaba su pérdida. Lo había sentido meses antes, durante un breve periodo después del accidente, con el poco cariño que le quedaba por ella.
Ahora sólo sentía rabia y resquemor. Se habría aprovechado de su trabajo en la clínica de fertilización para vengarse de él.
Janis tenía acceso y bien sabía Dios que tenía la motivación, pero con aquello se había superado a sí misma. Era repugnante.
Siempre había sido lo mismo con la cuestión de los hijos.
El quería tenerlos, ella no podía.
En su momento, a él no le importó.
Su única intención era convertirse en padre de quien fuera.
Quería sentir la dulce energía que
proporcionan los niños, su fascinación ante el descubrimiento del mundo, quería amarles y sentirse amado.
Ahogando sus sueños secretos de tener un hijo propio, había convencido a Janis de que iniciaran los trámites de la adopción, una espera de siete años para conseguir un recién nacido.
Pero fue Janis, como gerente de la clínica, quien había sugerido la posibilidad de contratar una madre de alquiler.
A Christopher no le había gustado la idea de que una desconocida concibiera un hijo suyo mediante la inseminación artificial.
El mero enunciado parecía aséptico e impersonal.
No le cabía en la cabeza que una mujer soportara el embarazo y el parto sólo para acabar renunciando a los derechos sobre el niño.
Sin embargo, Janis le convenció de que era una opción razonable con el argumento de que al menos llevaría su sangre.
«Te dejaste convencer», le acusó su conciencia.
Su deseo de tener un hijo era muy grande, pero, con todo, se había resistido.
Recordaba la humillación de
encontrarse en una diminuta habitación esterilizada con el frasco de muestras en la mano, el sofá de cuero y el montón de cintas de vídeo. Había obligado a Janis a
acompañarle.
Ahora recordaba que ella se mostró más que dispuesta a cooperar.
Dos semanas después su mundo se derrumbó.
O, por lo menos, lo que él había
creído su matrimonio. ¡Demonios! Sabía que se había terminado antes de eso.
Lo mismo que sabía que tener hijos era mal motivo para evitar la separación.
Sin embargo, sintió que le habían estafado algo precioso e inestimable cuando, un día que llevó el coche de Janis al taller, descubrió las píldoras anticonceptivas en la guantera.
Janis no era estéril, sólo que jamás había estado dispuesta a tener niños. No quería que su carrera o su figura se vieran afectadas.
Que los fabricaran las máquinas de tener niños, había dicho sin saber que él escuchaba sus amargos comentarios desde el pasillo.
Cuando llegó a la puerta de su despacho... ¡Oh! ¡Cómo trató de ofrecer una explicación balbuciente! Pero, en aquel momento, Christopher la había visto como verdaderamente era, una mujer egoísta, sin corazón, un ejemplo execrable para su
futuro papel de madre.
Christopher le dijo que anulara su ficha, su matrimonio y su donación.
Obviamente Janis no le había hecho caso.
Christopher sabía que estaba amargada, ¿pero esto? ¿Llegar hasta el extremo de manipular los archivos y las muestras? ¿Por qué?
Por un niño.
Por el niño de Christopher.
Una sensación cálida e increíble se extendió por su pecho, filtrándose hasta las extremidades.
Christopher se acomodó en el sillón de cuero para saborear la sensación porque sabía que no duraría, que no podía durar.
Se preguntó si Janis habría permitido deliberadamente que el semen, que había de ser para la madre de alquiler, llegara a una mujer que, ajena a sus maquinaciones, creía que sólo se trataba de elegir genes y cromosomas en un banco de esperma. ¿Estaba tan amargada que se había preocupado por crear el niño que él anhelaba sólo para privarle de él? Le disgustaba pensar que alguien podía ser tan miserable.
Miró el bloc más de cerca y leyó el nombre.
Ni siquiera se trataba de una de las
posibles madres de alquiler con las que se había entrevistado.
Dulce María Espinosa.
Quería tener un hijo, pero no deseaba un padre.
«Bien, señorita Espinosa.
Vas a tenernos a los dos».
Y a él no podría tirarlo por el
desagüe como al resto de los donantes.

Dulce contestó el teléfono y rezó por haber entendido mal.
—Esto no puede estar sucediendo. Dime que no es verdad.
—Lo es, hermanita.
Y ahora tranquilízate.
—Estoy tranquila.
—Sí, claro!
—Blanca, por favor.
—Como tu abogada, te aconsejo que te veas con él.
—Ni hablar.
Blanca sacó un pañuelo de una caja adornada con encaje y se secó los ojos.
—Dulce, escucha
—dijo Blanca en el tono calmado que siempre la relajaba.
Cualquiera habría pensado que Blanca era la hermana mayor
—. No es ningún ogro.
—¿Es que lo conoces?
—preguntó, pensando de inmediato en una maldición que incluía verrugas y calvicie.
—No, sólo a su abogado.
—Los abogados os comportáis como una manada de lobos, de modo que eso no cuenta.
—Tiene sus derechos
—le recordó Blanca con voz tensa.
—No, no los tiene.
Este niño es mío y sólo mío.
Se supone que me aseguré de eso
al seleccionar el semen de un banco de esperma.
Si hubiera querido un padre, habría
seguido el procedimiento habitual.
—Y elegiste éste.
¿Por qué?
—Eso no importa ahora.
Ha sido un fallo de la clínica, que les demande a ellos.
—No va a demandar a nadie.
Sólo quiere ser parte de la vida del niño.
Una oleada de pánico invadió a Dulce.
—No, ¿me oyes, Blanca? Jamás!
—Dulce, siéntate.
Dulce se dejó caer sobre un montón de cojines.
—La mayoría de hombres se asustan como conejos cuando se habla de embarazos y de niños.
Como su ex, pensó Dulce  mientras se echaba la trenza sobre el hombro con un gesto airado.
—Quizá sólo quiera ofrecerte apoyo económico
—añadió Blanca.
Dulce hizo una mueca y luego echó un vistazo a su piso pequeño y coqueto.
—No lo necesito.
—Lo sé, pero dale la oportunidad de hacer las cosas bien.
Si no, esto puede ponerse desagradable.
Dulce se dio cuenta de que intervendría un juez y los medios de comunicación, su hijo tendría un mote como el de Baby M.
—Vale, vale.
Lo haré, aunque protesto.
Una entrevista, nada más.
—Mañana a las nueve en mi oficina. Dulce frunció suavemente el ceño.
—¿Tan segura estabas de que iba a aceptar?
—Me pagas para que sepa lo que necesitas antes de que tú misma te des cuenta.
—Haber vivido veinte años juntas también ayuda, ¿eh?
La risa de Blanca hizo que se despidiera sonriendo.
Dulce dejó el móvil y se arrellanó en los cojines con los brazos abiertos.
Se quitó las sandalias , contempló el
techo y se pasó las manos sobre el vientre.
El niño se movió en un movimiento ondeante y lento.
Dulce sintió cada onda, sonrió y cobró fuerzas.
No iba a permitir que ese
«individuo», esa entidad a la que se negaba a poner cara, la convenciera. Este niño era suyo, era súper especial, súper querido y súper deseado porque, cuando era joven y
estaba casada con Ryan, había tenido su oportunidad y la había perdido.
Su ex nunca quiso ser padre, jamás, y, aunque sí decía a menudo que Dulce era todo lo que él necesitaba, ella eligió no creerle.
El desengaño y la dura realidad la
golpearon cuando la prueba de embarazo dio positivo y Ryan le ofreció dos alternativas, aborto o divorcio.
El enfrentamiento había acabado con el matrimonio y sólo ahora se daba cuenta de que su propia ingenuidad había permitido que sucediera.
El atolondramiento de la juventud, pensaba.
Pero sufrir un aborto en mitad del
divorcio la había dejado completamente devastada.
De repente le escocieron los ojos.
Se acarició el vientre, tomó aire en bocanadas tranquilizadoras.
Se enfurecía con sólo de pensar en cómo Ryan había vuelto corriendo a su lado nada más enterarse de la
noticia.
En aquel entonces, había sacado energías de su rabia, concentrándose en su carrera y en alcanzar la independencia económica que le permitiera tener un hijo sin
necesidad de soportar un padre.
Y casi había esperado demasiado. Pero ahora se encontraba exactamente donde quería, dispuesta a combatir a aquel enemigo sin rostro por todos los medios antes que
ceder a las demandas arrogantes del «donante» y sus pretensiones de formar parte de la vida de su hijo.
—Ya verás como no pasa nada
—dijo al niño que llevaba en el vientre.
Ese Christopher Uckermann no sabía lo que se le venía encima al pensar en enfrentarse a una madre protegiendo a su hijo.

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