El violinista: canon

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El violinista aguarda a que cambie el viento.

Espera de pie, inmóvil, al borde del acantilado. Una corriente de aire zarandea el vuelo de su abrigo negro y hace bailar la tela al compás de una música errática. Los largos cabellos como el cobre flamean a un lado de su rostro, cosquilleando sobre su frente y sus párpados. No se molesta en retirarlos. No necesita ver con más claridad, pues ya sabe lo que hay ante él: un acantilado verde, suspendido sobre un mar de hierba que se extiende hasta donde alcanza la vista. Las briznas también se doblan y cantan, en susurros.

A su espalda se alza un bosque. Como un tesoro de metales preciosos se yerguen robles, abedules, álamos, nogales, fresnos, vestidos con todos los colores del otoño. Sus ramas, aún cargadas, participan en la sinfonía y, a los pies de los troncos, se arremolinan las hojas caídas. Una gruesa capa de ellas cubre el camino que se adentra entre los árboles.

Viento del Norte. El violinista inclina la cabeza, como obedeciendo a una señal, y se vuelve. Mientras sus pasos lo llevan a la entrada de la arboleda, los ropajes flotan ahora a su espalda y revelan el violín de madera roja que, hasta entonces, habían camuflado sus pliegues. Las botas oscuras arrancan un crujido al manto de amarillos y cinnabares, paprikas, terracotas y ocres sobre el que pisan.

Es hora de emprender un nuevo viaje.

                                                          ***

El escultor contempla, con el ceño fruncido, la gran pella de barro que encierra el esbozo de su nueva obra. Es de un hermoso color rojizo, y el aroma flota por todo el estudio como un bálsamo relajante. Sin embargo, el artista no logra calmarse.

Por más que mira, no es capaz de ver, no puede penetrar más allá del barro que tiene ante él y hallar la esquiva silueta que parece burlarse de sus esfuerzos. ¿Cuántos días han sido ya? ¿Siete? ¿Diez? ¿Un centenar? Ya no recuerda el tiempo que lleva escrutando el montículo, rindiéndose, cubriéndolo con la lona húmeda, descubriéndolo, rindiéndose... y vuelta a empezar, día tras día, hasta que el barro se endurece demasiado y tiene que sustituirlo, con un juramento, y rezar para que la nueva pella sea más benévola y le cuchichee su secreto.

Con desesperación, hunde el puño en la superficie y palpa los contornos de sus propios nudillos; se inclina, como si quisiera ver a través... Nada.

Como está de espaldas a la luz, el escultor no repara en la persona que se ha detenido bajo su ventana y lo estudia, a su vez, con el mismo detenimiento que él dedica al embrión de su obra. No hay desespero, no obstante, en su expresión, porque él sí es capaz de ver. Alza la mano izquierda y se coloca el violín bajo el mentón, mientras la derecha posiciona el arco sobre las cuerdas. Cierra los ojos y comienza a tocar.

El escultor abre mucho los suyos. Hay algo nuevo en el ambiente, aparte del olor del otoño y de la fragancia a arcilla húmeda. Es una armonía que parece cantar directa a su oído. No, no solo eso, habla a todos sus sentidos: roza sobre sus dedos, se cuela en sus fosas nasales, silba entre sus dientes y su lengua... Revolotea en la habitación, enredando en todas las esquinas, hasta que descubre el mudo bloque de barro en el centro, lo rodea, lo acaricia con amor y decide prestarle su voz.

El escultor no parece darse cuenta, hasta mucho más tarde, de que no es la melodía la que lo ha envuelto y dotado de forma, sino sus propias manos. Sus manos, que, hundidas en la tierra roja, han retirado el velo y han sacado a la luz lo que ocultaba. Se detiene, estupefacto. Retrocede varios pasos y, por primera vez, lo ve. Ve la delicadeza de las líneas que trazan el cuerpo de un joven en la plenitud de su belleza: el pecho está bien definido, los miembros son esbeltos, la espalda es un remanso que invita a las caricias, un mar en calma cuya superficie solo ondula allá donde se dibujan las curvas de su musculatura. Tiene la pierna derecha flexionada contra el vientre, el brazo descansando en la rodilla y el rostro cubierto por la cortina que forman sus cabellos.

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