La oscura naturaleza III

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Se encontraba de pie en medio de la nada. La espesa niebla no le dejaba ver a más de tres metros a su alrededor. Sólo podía apreciar sombras que pasaban frente a sus ojos, como un gran lienzo que mostraba figuras difuminadas, tan fugaces que resultaba imposible determinar si esas formas eran humanas o no. Escuchaba pasos, pero no sabía por dónde se acercaban. Podía sentir un peso invisible en todo el cuerpo, como si la humedad del ambiente taponara cada uno de los poros de su piel.

Desesperada, echó a correr hacia algún lugar pero, a pesar de sus intentos, parecía no avanzar. Es difícil saber si avanzas cuando todo a tu alrededor es exactamente igual: una cortina incorpórea de un blanco fantasmal que parecía tenerla atrapada y que avanzaba con ella, como si se tratara de su pareja de baile en una danza macabra.

Se detuvo, dio vueltas sobre sí misma, la ansiedad aumentaba exponencialmente a cada segundo. El miedo se apoderaba de su cabeza y la instigaba a gritar, pero era ese mismo miedo el que atenazaba sus cuerdas vocales, impidiendo que de su boca saliera sonido alguno. La expresión de su cara iba tornándose en una mueca desquiciada. Seguía escuchando pasos, esos malditos pasos, risas, viendo sombras, cada vez más. La locura de aquel lugar era contagiosa.

Se arrodilló, cerrando los ojos y tapándose con fuerza los oídos, aplastando su ondulada cabellera rubia contra ellos hasta el punto de hacerse daño. Prefería ese dolor. Aunque pudiera parecer raro, no era todo ese alboroto desconocido lo que más la aterraba, no era algo que pudiera ser captado por sus sentidos. Era más un sentimiento, innato, de que había algo oculto en la niebla, mucho peor que todas esas sombras y sonidos desconcertantes. Percibía una presencia sin identificar que causaba una sensación similar a la asfixia, una presencia que podría hacer estallar la mente del más fuerte sólo con dibujarse en su retina, algo que paralizaba corazones. Verlo era como ver tu propia muerte, similar a ver los dientes de un león a escasos centímetros de tu rostro. No sabía qué era pero, sólo con saber que estaba cerca, ella ya había perdido la cordura. ¿Cómo no hacerlo ante ese miedo irracional?

Había conseguido cierta abstracción cuando notó que le tocaban el hombro. Todavía arrodillada, alzó la vista pero no pudo ver nada. Todo se había vuelto más oscuro, borroso, y tenía los ojos empañados por sus propias lágrimas. Le dolía la cabeza y su cerebro sólo fue capaz de procesar una frase con voz de niño, la cual dudó si estaba escuchando de verdad o eran sólo delirios.

-No te asustes, si no te mueves no hace nada.

Entonces despertó y se sentó en la cama como si tuviera un resorte en su espalda. Su pecho, perlado con gotas de sudor, se movía al compás de su respiración acelerada y el camisón se adhería a su piel. Evelyn todavía no era consciente de si seguía soñando o si ya estaba en el mundo real. Le tomó unos minutos asimilarlo.

"Si no te mueves no hace nada". Esa última frase todavía resonaba dentro de su cráneo y, por un momento, no se atrevió a moverse. Que tontería, pensó. Su cuello por fin pudo articular un movimiento y giró su cabeza hacia la ventana, tal vez buscando algún tipo de consuelo en la luz de la luna que se reflejaba en el suelo. Su ritmo cardíaco había disminuido hasta valores normales y ya no temblaba.

Cuando creía que el periodo post pesadilla había concluido y que la realidad se instauró de nuevo en su habitación, volvió a escuchar esos característicos pasos apresurados tras la puerta.

Esta vez no era un sueño.

Cortas historias de terrorDonde viven las historias. Descúbrelo ahora