El creador

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El doctor Johan Armstrong  se acercó a la ventana con paso raudo. Apoyó las manos sobre el barandal. Temblaba. Se hallaba en una de las torres más altas de la corporación, así que tenía vista panorámica de la ciudad mas tecnológica del siglo XXIII. Gigantescos edificios  adornaban la metrópolis. Hologramas de publicidades se desplegaban de ellos cada que algún transeúnte pasaba. La leyenda "Bio-Mechanical Corp." podía verse en todo, incluso la gente.

En los años que tenía de vida, Johan, jamás había prestado atención al mundo que le rodeaba, pero aquel día sí. Y pensó que aquel futuro el cual ya habían dado un vistazo escritores, cineastas y hasta músicos de rock ahora estaba allí. Era su presente. Ya no estaba más en las imaginaciones de aquellas mentes creativas.  Lo podía observar, era casi palpable.

Lamentó el ver que tampoco habían errado en otra cosa: aquello no era más que un mundo apocalíptico, un mundo en que la humanidad había perdido la guerra pero por motu propio.

Pues aquellas personas que caminaban por las calles de la ciudad ya no lo eran. Aunque alguna vez lo habían sido. Pero la vanidad, la ambición tan inherentes al ser humano los había hecho renunciar a su humanidad. Al comenzarse a pregonar la posibilidad de vida eterna. Pocos fueron los que se resistieron a perder su humanidad. Pronto ya no quedarían humanos.

Esos cuerpos mecánicos. Eternos sí. Pero no sonreían, no reían, no lloraban, no amaban. No sentían. Eran simplemente cascarones metálicos vacíos. Sin alma.

"Sin alma", río el hombre ante su pensamiento. Cuantas veces se había burlado de los religiosos por creer en la existencia de un creador, de un alma.

En esos momentos solía pensar que no era primordial. Que el mundo podía regirse sin necesidad de emociones o un alma. Que sólo era necesaria la fría lógica, el intelecto.

Cuán equivocado estaba. Aquello que despreciaba era inherente al ser humano también. Los sentimientos.

La edad quizá lo había ablandado. Loa años no solo se había llevado su cabello y su vitalidad, también lo había vuelto un viejo achacoso. Pues, a diferencia de los demás ciudadanos, el reloj continuaba corriendo para él. Dentro de poco los engranajes de su cuerpo biológico dejarían de funcionar y abandonaría el mundo terrenal tras ochenta largos años. Pues era parte de los pocos humanos que aun conservaban su cuerpo biológico.

Pero no sería para siempre. Los había oído. Deseaban preservar la brillante mente maestra del creador de la utopía. Sí, necesitaban un creador que fuese eterno también.

Y al igual que cada humano en esa ciudad, sus recuerdos serían removidos y llevados a un fortalecido cuerpo mecánico.

¿Johan Armstrong una marioneta? ¡Jamás!

Abandonó su posición vigilante en la ventana y se acercó a su escritorio.

Tomó el arma que reposaba sobre el mueble y la colocó contra su sien izquierda. Y mientras jalaba el gatillo, sonrió. Una sonrisa vacía como los seres que habitaban su utopía. Pues su poca fe en la humanidad había desaparecido.

La utopía de las marionetasDonde viven las historias. Descúbrelo ahora