Recuerdo muy bien el día en que nos conocimos porque fue el día en que me dijiste tu nombre. No recuerdo muy bien dónde o cómo fue aquello, pero sí recuerdo perfectamente tu nombre.
Y acabé al final del día muy atraído por ese nombre. Conforme avanzaba la semana empecé a verlo formarse entre las blancas nubes cuando miraba al azulado cielo durante mis cotidianos trayectos de regreso a casa una vez acabadas las clases.
Comencé a notar cómo accidentalmente lo creaba mientras revolvía mi sopa de letras en un intento por disuadir el calor que el delicioso caldo contenía. Y así era todos los martes, pues todos los martes mi madre decidía prepararme una sopa de letras.
Mientras los días se hacían semanas y las semanas meses, noté que todo mi mundo giraba alrededor de tu nombre. Ahora mis oídos sólo eran un instrumento cuya única función era oír tu voz, y por supuesto, escuchar tu nombre. Cada vez que eso pasaba me quedaba con una estúpida sonrisa que iba de oreja a oreja. Para ese punto de enamoramiento yo ya era tu novio. Era espléndido serlo, pero empezaba a tener mis dudas.
Yo pensaba que siendo tu pareja mi obsesión por tu nombre desaparecería pero no fue así. Realmente no sabía si estaba enamorado de ti o solamente de tu nombre. Digo, tenías una personalidad encantadora y por lo tanto era agradable estar contigo platicando de lo que fuera y a veces callando. Pero tu nombre, tu nombre en definitiva había quedado bien grabado en mi corazón. Era lo primero en lo que pensaba al despertar y repensarlo era lo único que lograba hacerme conciliar el sueño. Recitarlo en mi mente me calmaba en mis más grandes cóleras. Tenerlo presente en mi cabeza antes de realizar cualquier clase de competencia era como una especie de augurio de una posible victoria.
Después de cierto tiempo ya sabía que tu nombre era el único motivo por el que seguía estando a tu lado. Decidí entonces terminar con lo nuestro, y cuando al fin había ganado el coraje y la valentía suficiente opté por esperar un día más para decírtelo. Sin embargo, ese mismo día en el que decidí que teníamos bastante de nosotros mismos, tú elegiste no esperar más y me dijiste que las cosas no funcionaban. Nunca pude haber estado tan de acuerdo con alguien, aunque fuera en algo que naturalmente me enervaría. Creía que después de eso tu nombre se iría de mi mente y mi corazón, pero no fue así.
Con el paso de los años los recuerdos de nuestras citas se fueron yendo poco a poco; comencé a olvidar cómo eran tus besos; cómo se sentían tus caricias; qué pasaba en mi alma cuando me abrazabas... pero tu nombre no se iba.
Mi memoria empezó a eliminar nuestras fechas importantes; la fecha de nuestro primer beso; el día en que cumplíamos meses; aquella vez en que nos entregamos con pasión el uno al otro por primera vez... pero tu nombre no se iba, ni el recuerdo de la fecha en que lo conocí.
Y finalmente acabé olvidando noción por noción mi bosquejo mental de cómo lucía tu rostro; de cómo se veía tu cuerpo reposando o caminando; de cómo mirabas a los demás; de cuál era tu tono de voz; de cuáles eran tus frases habituales... pero tu nombre no se iba, ni el recuerdo de la fecha en que lo conocí. Se habían quedado grabados en mi alma, al parecer para siempre.
A mis 60 años, eso que los médicos llaman el Alzheimer se ha comido cada uno de mis recuerdos, de mis experiencias, de mis vivencias, se ha comido mi historia, pero no se ha comido el recuerdo de la fecha en que conocí tu nombre, y por supuesto, tampoco me ha hecho olvidar este, Andrea.