Do pobachennya, Ukraine

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Corría el año 1986. El ambiente era tranquilo esa tarde de abril; la luz del sol incidía sobre las cúpulas doradas del Monasterio de San Miguel, que a esa hora no estaba tan asediado por locales o turistas. Los niños corríamos alegres por la plaza, ajenos al barullo de vendedores ambulantes o charlas de adultos, como la que mantenías con papá.

Hoy quisiera decirte que recuerdo ese momento con total claridad. Que para mí, que en ese entonces me emocionaba el pastel que me hornearías para mi octavo cumpleaños, fue uno de esos instantes que permanecerían cincelados en mi memoria. Como esa vez, hace meses, en la que el viento otoñal de Chicago sopló por la ventanilla del auto; el cabello suelto de mi prometida voló libre, esparciendo su aroma a manzanilla que se mezclaba con el del helado de chocolate en su mano, mientras la voz de David Bowie cantaba Under pressure en la radio, y yo capturé ese instante para guardarlo por siempre, porque algo dentro de mí me dijo que años más tarde, cuando ya no estuviera en esa ciudad, la extrañaría con toda mi alma.

Sin embargo, el día veinticinco se dibuja no especial. La memoria a veces es torpe y no reconoce aquello que debe preservar.

¿Recuerdas que corría frente a la capilla y luego alrededor de la estatua de San Miguel? La cara afligida del hombre arrodillado miraba los brotes de flores rojas que en unas semanas formarían una alfombra amarilla delante de él. Después mi pie tropezó y mis rodillas se estrellaron contra los filosos bordes de una piedra que el mismo San Miguel ha de haber puesto para castigarnos a todos los que nos atrevimos a ignorar el letrero que sugería no pisar el césped. Dolió tanto que papá tuvo que cargarme durante todo el trayecto por el parque Volodymyrska. Entonces fui alto, tanto como los árboles, porque iba con mis piernas en sus hombros y mis manos en su cabeza.

Quisiera poder recordarlo. Ser exacto al pensar en el color del agua del río Dniéper a las tres de la tarde, o de la sensación sobre mi piel del viento del este que te despeinó el cabello pálido, o mínimo de la seguridad que sentí estando con ustedes. No hay niño que no se sienta a salvo con sus padres.

Pero del viernes solo conservo una charla que entendí a medias. Me era fácil saber cuando hablaban del trabajo de papá porque sus ojos brillaban y tú te preocupabas, él se emocionaba y tú le recriminabas. Él se quedaba pensativo, te daba la razón, y tú dejabas de gritar. Él se ponía triste, tú contenta.

En ese entonces no te comprendía. No sabía por qué la arruga en tu frente se hacía más profunda al escucharlo hablar de cosas tan interesantes como reactores, pruebas de seguridad y edificios de contención. Tu ánimo tampoco mejoró cuando salió a colación el tío Aleksandr; no supe por qué, puesto que, aunque no fuéramos familia, era muy cordial con nosotros. A pesar de la mirada seria que escondía detrás de las gafas, me hacía reír con su gracioso movimiento de bigote y hasta me prestaba su casco de la suerte que, según él, lo protegía de todo. Nada malo podía pasarle si lo traía puesto.

Antes de regresar a casa fuimos a la península Rybalskyi porque aseguraste que mi dolor se iría con un pampushky de cereza, de esos que solía vender la tía Lyuba a la orilla de la carretera, ya fuera para salir adelante o para no perder la poca cordura que le quedaba por ese entonces. Pedimos tres; tú le diste los víveres que compraste en el mercado Bessarabsky por la mañana, papá le dejó un billete a escondidas en el bolsillo de su suéter mugroso y ella me dio otro panecillo relleno.

Para la segunda vez que cruzamos el puente Havansky, mi rodilla estaba mejor y mi barriga contenta. Regresamos a casa porque papá debía irse a trabajar en la noche y tú no habías preparado la cena, y... Bueno, de ahí ya poco puedo aseverar.

Cuando desperté, el sol aún no había salido. Tú ibas de un lado a otro, llorando con el teléfono pegado en el oído y la foto de papá en la mano. Gritabas. No me veías.

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