En el principio era el Verbo y el Verbo era en Dios, y el Verbo era Dios. Esto era en el principio, en Dios, y el monje fiel debería repetir cada día con salmodiante humildad ese acontecimiento inmutable cuya verdad es la única que puede afirmarse con certeza incontrovertible. Pero videmus nunc per speculum et in aenigmate y la verdad, antes de manifestarse a cara descubierta, se muestra en fragmentos (¡ay, cuán ilegibles!), mezclada con el error de este mundo, de modo que debemos deletrear sus fieles signáculos incluso allí donde nos parecen oscuros y casi forjados por una voluntad totalmente orientada hacia el mal.
Ya al final de mi vida de pecador, mientras, canoso y decrépito como el mundo, espero el momento de perderme en el abismo sin fondo de la divinidad desierta y silenciosa, participando así de la luz inefable de las inteligencias angélicas, en esta celda del querido monasterio de Melk, donde aún me retiene mi cuerpo pesado y enfermo, me dispongo a dejar constancia sobre este pergamino de los hechos asombrosos y terribles que me fue dado presenciar en mi juventud, repitiendo verbatim cuanto vi y oí, y sin aventurar interpretación alguna, para dejar, en cierto modo, a los que vengan después (si es que antes no llega el Anticristo) signos de signos, sobre los que pueda ejercerse la plegaria del desciframiento.
El señor me concede la gracia de dar fiel testimonio de los acontecimientos que se produjeron en la abadía cuyo nombre incluso conviene ahora cubrir con un piadoso manto de silencio, hacia finales del año 1327, cuando el emperador Ludovico entró en Italia para restaurar la dignidad del sacro imperio romano, según los designios del Altísimo y para confusión del infame usurpador simoníaco y heresiarca que en Aviñón deshonró el santo nombre del apóstol (me refiero al alma pecadora de Jacques de Cahors, al que los impíos veneran como Juan XXII).
Para comprender mejor los acontecimientos en que me vi implicado, quizá convenga recordar lo que estaba sucediendo en aquellas décadas, tal como entonces lo comprendí, viviéndolo, y tal como ahora lo recuerdo, enriquecido con lo que más tarde he oído contar sobre ello, siempre y cuando mi memoria sea capaz de atar los cabos de tantos y tan confusos acontecimientos.
Ya en los primeros años de aquel siglo, el papa Clemente V había trasladado la sede apostólica a Aviñón, dejando Roma a merced de las ambiciones de los señores locales, y poco a poco la ciudad santísima de la cristiandad se había ido transformando en un circo, o en un lupanar. Desgarrada por las luchas entre los poderosos, presa de las bandas armadas, y expuesta a la violencia y al saqueo, de república sólo tenía el nombre. Clérigos inmunes al brazo secular mandaban grupos de facinerosos que, espada en mano, cometían todo tipo de rapiñas, y, además, prevaricaban y organizaban tráficos deshonestos. ¿Cómo evitar que el Caput Mundi volviese a ser, con toda justicia, la meta del pretendiente a la corona del sacro imperio romano, empeñado en restaurar la dignidad de aquel dominio temporal que antes había pertenecido a los césares?
Pues bien, en 1314 cinco príncipes alemanes habían elegido en Frankfurt a
Ludovico de Baviera como supremo gobernante del imperio. Pero el mismo día, en la orilla opuesta del Main, el conde palatino del Rin y el arzobispo de Colonia habían elegido para la misma dignidad a Federico de Austria. Dos emperadores para una sola sede y un solo papa para dos: situación que, sin duda, engendraría grandes desórdenes...Dos años más tarde era elegido en Aviñón el nuevo papa, Jacques de Cahors, de setenta y dos años, con el nombre de Juan XXII, y quiera el cielo que nunca otro pontífice adopte un nombre ahora. tan aborrecido por los hombres de bien. Francés y devoto del rey de Francia (los hombres de esa tierra corrupta siempre tienden a favorecer los intereses de sus compatriotas, y son incapaces de reconocer que su patria espiritual es el mundo entero), había apoyado a Felipe el Hermoso contra los caballeros templarios, a los que éste había acusado (injustamente, creo) de delitos ignominiosos, para poder apoderarse de sus bienes, con la complicidad de aquel clérigo renegado. Mientras tanto se había introducido en esa compleja trama Roberto de Nápoles, quien, para mantener su dominio sobre la península itálica, había convencido al papa de que no reconociese a ninguno de los dos emperadores alemanes, conservando así el título de capitán general del estado de la iglesia.