Cuando desperté, un dolor me consumió por completo. La habitación empezó a dar vueltas, así que pestañeé un par de veces. El mareo no tardó en llegar y el estómago se me revolvió. Lo veía todo distorsionado. Tenía la vaga sensación de estar en el lugar equivocado, sin ningún control sobre lo que sucedía. El techo comenzó a desplomarse sobre mi cuerpo flácido.
Gemí de dolor.
Tenía un sabor amargo en la garganta. Me estabilicé al cabo de unos segundos y, poco a poco, el espacio empezó a tomar forma. Las sombras se tiñeron de color. Cuando el mareo cesó, comprobé que estaba en mi habitación. Una sábana blanca me cubría de los pies al cuello y, extrañamente, estaba húmeda. Supe de inmediato que algo no iba bien: tenía la frente mojada, los huesos me dolían y cualquier movimiento lo empeoraba todo. No tardé en darme cuenta de que estaba empapada en sudor. Maldije en voz baja cuando el dolor se volvió más intenso.
—¿Hannah? —dijo alguien desde el rincón. La voz sonaba lejana.
Mi cabeza palpitaba mientras trataba de comprender qué había sucedido. Lo último que mi cerebro alcanzaba a evocar era un vago recuerdo del instituto. Sin embargo, solo eran momentos efímeros, piezas incompletas. Nada que pudiera ayudarme a resolver la incógnita.
—¿Qué ha pasado? —pregunté al vacío. Mi voz sonó como si hubiera bebido alcohol. Era áspera, ronca.
—Un accidente —respondió a lo lejos la voz masculina—. Nada grave. No hay de qué preocuparse.
Me sobresalté. Sentí pánico al escuchar a un hombre en mi habitación. No me sentía segura. Me incorporé rápidamente y me froté la cabeza con las manos. Apreté los ojos. Mi tortura física seguía en aumento.
—No te preocupes, el dolor se te pasará en unos minutos. Te he dado una pastilla que te aliviará —explicó—. Soy el doctor Richard, Hannah.
Saber que se trataba de un médico me ayudó a relajarme, pero no lo suficiente. Seguía mareada y con fuertes palpitaciones en la cabeza, por no mencionar la inquietud que me causaba no recordar lo que había pasado.
Moví los labios e intenté hablar con coherencia.
—¿Qué clase de accidente?
Pronunciar esas palabras fue un reto. Me dolían todos los músculos del rostro. Era como si me hubieran golpeado con un bate en la cara. Por supuesto, mi voz quebrada revelaba mi sufrimiento: si había tenido un accidente y un médico se encontraba en mi habitación, se trataba de algo preocupante.
—No es nada grave —insistió. Su tono era suave, tranquilizador. Incluso percibí una sonrisa amable. Guié mi vista hacia el rincón desde el que provenía la voz. El hombre tenía una dentadura totalmente blanca y sus labios eran delgados y viejos. Tan arrugados y gastados como el pantalón que llevaba puesto—. Fue en el instituto, mientras jugabais a fútbol. Te golpearon con una pelota en la cara y te desmayaste. Pero como he dicho, no hay nada de qué preocuparse.
Dudé. Yo no era precisamente una chica distraída. Era cuidadosa con lo que hacía y definitivamente no era tan despistada como para acabar en un campo de fútbol en pleno partido. Podía ser peligroso. Además, no se me daba bien dar patadas a un balón, se me daba mejor jugar a baloncesto.
Examiné al hombre unos segundos. Me sostuvo la mirada mientras sonreía. Vi que guardaba una jeringa vacía en el bolsillo de su bata arrugada. Era un hombre con el rostro surcado por cientos de líneas. Parecía que se dedicaba a un trabajo que lo apasionaba desde hacía mucho tiempo.
Como no pestañeó, decidí apartar la vista. Y entonces la habitación volvió a dar vueltas durante unos segundos.
—¿Dónde está mi madre?
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¿Quién mató a Alex? El misterio que nos une
Mystery / ThrillerHannah es una adolescente de dieciséis años enganchada a las redes sociales. Pero un día recibe una solicitud de amistad de Facebook de un chico llamado Alex Crowell. Al aceptarla, descubre en el muro de Alex que está desaparecido y lo han dado por...