I.

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El olor a vómito que se hizo cada vez más y más fuerte, junto las arcadas de tu madre, lograron despertarte de tu letargo. Tus mejillas estaban rojas, como tu ojos, a causa de lágrimas inútiles y desesperanzadas, que realmente no te ayudaban en absoluto, pero aun así no eras capaz de contenerlas en cuanto tu cabeza se apoyaba sobre la almohada amarillenta.

Fuiste directa al baño, donde tu madre vomitaba una y otra vez, con su vestido manchado de gasolina y el rímel corrido por las lágrimas. Te apartaste de ella y lavaste tu cara y manos, mientras seguías oyendo los sollozos de tu madre. ¿Era posible que se callara? Pensaste en golpearla, o quizás apartarla del baño de una patada, pero estabas muy ocupada, y además era tu madre, por muy mala y asquerosa que fuera, era irremediable que la quisieras.

Falsamente, por supuesto.

Tu armario blanco seguía impoluto, con todas tus cosas ordenadas correctamente, y sin el menor vestigio de que tu madre hubiese tocado algo. Aquello estaba bien, muy bien, pues odiabas que cogiera tus cosas, y las usara para tapar las marcas de la edad, del alcohol,  y de la cocaína que todavía seguía desparramada sobre la mesa de café. No toques mi droga, te había dicho tu madre en una ocasión. Y tú le habías cruzado la cara, por insensata. Tú no eras así, por supuesto que no. No necesitabas más cosas que te hicieran morir, por que ya te estabas muriendo por dentro.

Cogiste un estuche con sombras de ojos, y te las espolvoreaste sobre tus párpados con un pincel. Repasaste tus labios con un pintalabios rosa, y rizaste tus pestañas con cuidado, mientras tu madre seguía llorando junto al váter. Abandonaste el baño sin decir nada, y te pusiste aquel uniforme del colegio, que era feo e incómodo, y te subiste la falda porque eso hacían tus amigas.

Cuando te dirigiste hacia  la puerta, solo añadiste una cosa a tu madre antes de salir, y lo hiciste con desdén, casi aburrida.

–Limpia eso.

El portazo se oyó hasta en la otra punta del mundo. Empezaba un nuevo día, un nuevo curso, una nueva prueba que superar, después de pasar un verano nefasto llegaba alto mucho peor. Pero estabas acostumbrada, no te importaba si con eso lograbas poner otra carta en tu castillo de naipes.

Llegaste a aquella estación de autobuses antigua, justo debajo del portal de tu casa, en aquel viejo barrio que, incluso ahora, tratas de olvidar. Estaba pintado en su totalidad, con dibujos del gato de Cheshire, y hombres jugando al póquer, con pequeñas firmas de sus autores en la parte de abajo. Te sentaste en el banco negro de la parada, aunque tampoco era negro, ya que lo decoraban frases rebeldes y republicanas, junto a sus banderas.

El viejo y destartalado autobús, de color rojo desvaído, no tardó en llegar, con su habitual repiqueteo, y paró expulsando una nube de humo negro por el tubo de escape. Te subiste, saludando falsamente al conductor, un exnovio de tu madre, uno de tantos que le habían hecho pasar horas junto al váter fumando hierba y escuchando viejas canciones de Mecano.

Te sentaste en un asiento, cuya tapicería estaba desgastada, y olía a tabaco y cerveza, pero no te importó, por que llevabas tres malditos años cogiendo aquel autobús. Desde que tu padre decidió quitarle a tu madre la pequeña casa rural en la que vivíais en un pequeño pueblecito en medio de la nada, ya que le daba mala imagen puesto que era –y seguía siendo–, una alcohólica, drogadicta y ninfómana. A ti te prometió darme todo lo que quisiera, pero debía pasar ciertos días con tu madre en aquella sucia casa donde todo estaba destrozado menos tu habitación y tu armario del baño.

Aquel sucio autobús te dejó en el lugar de siempre, a unas cuantas  manzanas de tu instituto, para que nadie viera que venias en un maldito bus desde un barrio pobre. Pero era inevitable que todos conocieran a tu madre y su fama, y en ocasiones te preguntaban por ella, con maldad, para hacerte sufrir. Pero tú no te enfadadas, porque no decían nada que no fuera verdad. La insultabas con palabras más fuertes, y mostrabas tu falso odio a raudales y ellos te respetaron por eso. Y dejaron de hablarte de ella, porque no conseguían herirte con eso.

Tampoco se metieron con tu padre, un empresario grande y poderoso, con solo una hija y soltero, sexy y soltero, como decían tus amigas. Y tú asentías, y fingías estar orgullosa de un padre que no te quería.

Viste a tus falsas amigas, a Mandy y a la otra, la rubia, cuyo nombre ni recordabas, ni tampoco te importaba. La saludaste con dos falsos besos en las mejillas, y fingiste que las habías echado de menos. Y ellas se lo creyeron, por supuesto.

Ahora entrabas por la puerta del instituto, con una falsa sensación e ilusión de ser aceptada.

Este no es mi mundo.Donde viven las historias. Descúbrelo ahora