En este agitado mundo en que vivimos, es mucho más
sencillo cargar algo a una tarjeta de crédito que dar regalos
del corazón. Y los regalos del corazón son especialmente
necesarios durante las festividades.
Pocos años atrás comencé a preparar a mis hijos para que
supieran que la celebración de la Navidad sería aquel año
bastante modesta. "Seguro, mamá, ¡ya hemos escuchado eso
antes!", me dijeron. Había perdido mi credibilidad: les había
anunciado lo mismo el año anterior, porque estaba en
proceso de divorciarme, pero luego había salido y gastado
todo el dinero disponible en mis tarjetas de crédito. Incluso
descubrí algunas técnicas financieras creativas para pagar
sus regalos. Este año sería decididamente diferente, pero
ellos no me creían.
Una semana antes de Navidad, me pregunté: ¿Qué tengo
para hacer de esta Navidad algo especial? En todas las casas en
las que habíamos vivido antes del divorcio, siempre había
encontrado tiempo para decorarlas. Había aprendido apegar papel de colgadura, a instalar pisos de madera o
cerámica, a reformar sábanas para hacer cortinas, y mucho
más. Pero en esta casa alquilada tenía poco tiempo para
decorar, y mucho menos dinero. Por lo demás, me enfadaba
este lugar desagradable, con sus alfombras rojas y naranjas y
las paredes verdes y turquesas. Me rehusaba a invertir
dinero en ella. Dentro de mí, una voz interior de orgullo
herido exclamaba: ¡No permaneceremos aquí mucho tiempo!
La casa no parecía molestarle a nadie más, con excepción
de mi hija Lisa, quien siempre había tratado de hacer de su
habitación un lugar especial.
Era el momento de expresar mi talento. Llamé a mi ex
marido y le pedí que comprara un cobertor específico para
Lisa. Yo le compré las sábanas que hacían juego.
La víspera de Navidad, gasté quince dólares en pintura.
También compré la papelería más linda que había visto en
mi vida. Mi objetivo era sencillo: pintaría y cosería hasta la
mañana de Navidad, a fin de no tener tiempo para sentir
compasión por mí misma en una fiesta familiar tan especial.
Aquella noche les entregué a cada uno de mis hijos tres de
las tarjetas que había comprado, con sus respectivos sobres.
En la parte de arriba de cada una escribí: "Lo que me encanta
de mi hermana Mia", "Lo que me encanta de mi hermano
Kris", "Lo que me encanta de mi hermana Lisa" y "Lo que me
encanta de mi hermano Erik". Los niños tenían dieciséis,
catorce, diez y ocho años, y me dio cierto trabajo
persuadirlos de que al menos podrían encontrar en sus
hermanos una cosa que les agradara. Mientras escribían en
privado, fui a mi habitación y envolví los pocos regalos que
les había comprado.
Cuando regresé a la cocina, habían terminado de escribir
sus cartas. Cada nombre estaba escrito en el sobre.
Intercambiamos abrazos y besos de buenas noches, y se
apresuraron a irse a la cama. Lisa obtuvo un permiso
especial para dormir en la mía, si prometía no mirar los
regalos hasta la mañana siguiente.
Entonces comencé. A la madrugada de la mañana de
Navidad terminé de coser las cortinas y de pintar las
paredes, y me detuve a admirar mi obra de arte. ¿Por qué no
decorar las paredes —pensé— con arco iris y nubes que
concordaran con las sábanas? Saqué entonces los pinceles y
esponjas de mi maquillaje, y cerca de las cinco estaba todo
listo. Demasiado exhausta para pensar que éramos un "hogarquebrado" por falta de dinero, como dicen las estadísticas,
me dirigí a mi habitación y encontré a Lisa totalmente
extendida en la cama. Decidí que no podía dormir con sus
brazos y piernas sobre mí, así que la levanté con cuidado y la
llevé a su habitación. Cuando colocaba su cabeza en la
almohada, me preguntó:
—Mamita, ¿ya es de día?.
—No, cariño, cierra los ojos hasta que venga Papá Noel.
Aquella mañana me desperté con un alegre susurro en mi
oído: "Mami, ¡es precioso!".
Más tarde, cuando todos se levantaron, nos sentamos
alrededor del árbol para abrir esos pocos regalos. Después,
cada niño recibió sus sobres. Leímos las tarjetas con ojos
llorosos y narices enrojecidas. Llegamos a las notas
dedicadas al "bebé de la familia", Erik, quien no esperaba
escuchar nada agradable. Su hermano mayor le había escrito:
"Lo que me encanta de Erik es que no le teme a nada". Mia
puso: "Lo que me encanta de mi hermano Erik es que sabe
mantener una conversación con cualquiera". Lisa había
escrito: "Lo que me encanta de Erik es que puede trepar a los
árboles más alto que nadie".
Sentí que me tiraban de la manga, y luego la pequeña
mano de Erik alrededor de mi oreja, para susurrarme en
secreto: "Oye, mamá, ¡ni siquiera sabía que les gustaba!".En los peores momentos, la creatividad y el ingenio nos
han hecho pasar los instantes más felices. Ya me he recu-
perado financieramente y hemos tenido "grandes"
Navidades, con muchísimos regalos debajo del árbol... pero
cuando nos preguntan cuál fue nuestra Navidad preferida,
siempre recordamos aquélla.
Sheryl Nicholson
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Sopa de pollo para el alma
RomanceRelatos que conmueven el corazón y ponen fuego en el espíritu de las mujeres