Sobre una casa que dibuja redondeles
Cerúlea funciona en círculos.
Gira alrededor de su cama, alrededor de su casa, alrededor de sí misma. Dibuja una circunferencia con la dirección de sus talones.
Es una monotonía ancha y profunda la que se mueve con ella, la que la tiñe de ese color tan oscuro para el cual no existe un digno nombramiento.
Da pasos constantes y muy lentos, pesados, que se detienen en el patio cuando alza la mirada. Se encuentra estirando el cuello para observar con ojos entrecerrados la ventana de su habitación, busca dentro de ella respuestas a sus suplicios. Pareciera que no le duelen las plantas de los pies descalzos, que no le pinchan las ramas, las espinas, las hojas secas... únicamente observa la ventana porque escuchó un llanto.
Llega a ella como un espectro al que lo siguen sonidos trastabillados, dejos de dos voces que se están mezclando. Es una advertencia violenta, atraída por el viento que hace bailar con ellos el vuelo de su camisón blanco. Echa sobre él más tierra. Más de la que ya había, porque de blanco hacía mucho que no tenía nada.
No se sabe muy bien si las gotas que caen son de lluvia o son sus propias lágrimas. Sin embargo existe la certeza inequívoca de que el pulso se le está acelerando. Siente prisa, desespero, se le sube por la garganta un nudo que no puede disolver.
¿Qué le pasa? Es que acaban de tironear la cortina. Una niña se ahoga en plegarias.
El tiempo está pasando, como siempre, sin falta. La persigue y la aliena. La desafía una vez más. Va empujándola, hasta el borde. Una correntada parece chiflar a través de sus poros, ya casi, los gritos están aumentando. Volviéndose gradualmente más fuertes, prometen reventar en cualquier momento sus oídos. Y aunque lo espera y lo espera, nunca pasa.
Finalmente los alaridos cesan. Detrás se percibe caer un manto de un silencio espeso y horrible, el cual perdura por unos segundos hasta que en algún momento muta en un pitido que se parece más bien a un sonido de muerte.
Cerúlea no sabe nada, no siente nada. Una línea alocada se va torciendo, se enrolla en sentido de espiral pero nunca llega a serlo, sólo queda el contorno de un redondel. Deja muchos cabos sueltos. Deja al hombre subirse al coche y ajustarse los cinturones, el segundo que se abrocha es el de seguridad. Deja a una mujer durmiente en el comedor de su casa, ya no conoce a esa sombra moribunda que algún día le brindó la vida. Aunque qué vida fue esa, la suya, la de ella, cuánto les costó a ambas. De repente la habitación le resulta más tóxica que de costumbre.
Aunque quiere sacarse el camisón sucio de encima, se da cuenta de que es muy difícil, no puede.
No puede, así como no pudo abrir la ventana, prender la luz o dejar de caminar en círculos.