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razón de saber que no la debía cometer? ¿No tenemos una perpetua inclinación, no obstante la excelencia de nuestro juicio, a violar lo que es ley, sencillamente porque comprendemos que es ley? Este espíritu de perversidad, repito, causó mi ruina completa. El deseo ardiente, insondable del alma de atormentarse a sí misma, de violentar su propia naturaleza, de hacer el mal por amor al mal, me impulsaba a continuar el Suplicio a que había condenado al inofensivo animal. Una mañana, a completa sangre fría, le puse un nudo corredizo alrededor del cuello y lo colgué de una rama de un árbol; lo ahorqué con los ojos arrasados en lágrimas, experimentando el más amargo remordimiento en el corazón; lo ahorqué porque me constaba que me había amado y porque sentía que no me hubiese dado ningún motivo de cólera; lo ahorqué porque sabía que haciéndolo así cometía un pecado, un pecado mortal que comprometía mi alma inmortal, al punto de colocarla, si tal cosa es posible, fuera de la misericordia infinita del Dios misericordioso y terrible. En la noche que siguió al día en que fue ejecutada esta cruel acción, fui despertado a los gritos de «¡fuego!» Las cortinas de mi lecho estaban convertidas en llamas. Toda la casa estaba ardiendo. Con gran dificultad escapamos del incendio mi mujer, un criado y yo. La destrucción fue completa. Se aniquiló toda mi fortuna, y entonces me entregué a la desesperación. No trato de establecer una relación de la causa con el efecto, entre la atrocidad y el desastre: estoy muy por encima de esta debilidad. Sólo doy cuenta de una cadena de hechos, y no quiero que falte ningún eslabón. El día siguiente al incendio visité las ruinas. Los muros se habían desplomado, exceptuando uno solo, y esta única excepción fue un tabique interior poco sólido, situado casi en la mitad de la casa, y contra el cual se apoyaba la cabecera de mi lecho. Dicha pared había escapado en gran parte a la acción del fuego, cosa que yo atribuí a que había sido recientemente renovada. En torno de este muro se agrupo una multitud de gente y muchas personas parecían examinar algo muy particular con minuciosa y viva atención. Las palabras «¡extraño!» «¡singular!» y otras expresiones semejantes excitaron mi curiosidad. Me aproximé y vi, a manera de un bajo relieve esculpido sobre la blanca superficie, la figura de un gato gigantesco. La imagen estaba estampada con una exactitud verdaderamente maravillosa. Había una cuerda alrededor del cuello del animal. Al momento de ver esta aparición, pues como a tal, en semejante circunstancia, no podía por menos de considerarla, mi asombro y mi temor fueron extraordinarios. Pero, al fin, la reflexión vino en mi ayuda. Recordé entonces que el gato había sido ahorcado en un jardín, contiguo a la casa. A los gritos de alarma, el jardín habría sido inmediatamente invadido por la multitud y el animal debió haber sido descolgado del árbol por alguno y arrojado en mi cuarto a través de una ventana abierta. Esto seguramente, había sido

El gato negro de Edgar Allan Poe Donde viven las historias. Descúbrelo ahora