I - Ese niño rico

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El estallido de las granadas y disparos resonaba en la improvisada trinchera que habían montado tras los vehículos volcados, y repercutía en su caja torácica como si esta absorbiera cada sonido para convertirlo en adrenalina. Notaba el sabor metálico característico de la sangre en la lengua, lo cual le hizo ser más consciente todavía de lo cerca que estaba de no salir en vida de esa. El rostro de su compañero herido aparecía de forma intermitente con cada luminosa explosión. Sabía que si no le sacaba de allí de inmediato sería la última vez que lo viera con vida, pero no podía dejar atrás al resto del pelotón...

Steve Rogers abrió los ojos y se incorporó en la oscuridad de su dormitorio con el cuerpo empapado en sudor. Todos sus músculos estaban tensos, engarrotados, y tiritaba de pies a cabeza, mas no de frío, sino de miedo. Una luz intermitente en el exterior le obligó a protegerse con los brazos en un acto reflejo, hasta darse cuenta que no era más que el cartel publicitario de la tienda de enfrente. No estaba en el campo de batalla.

Suspiró en desesperación cubriéndose el rostro con las manos. Iba a terapia para superar el estrés de la guerra y, aunque aún creía escuchar disparos ante cualquier ruido estridente a su alrededor, sentía que cada día podía controlar un poco más el miedo. Al menos ya no se convertía en el centro de atención cuando el tubo de escape de cualquier bus viejo petaba al arrancar. No obstante, en la soledad de su apartamento, los fantasmas se hacían más presentes que nunca. Después de llevar casi dos años conviviendo con las mismas pesadillas había acabado resignándose a la idea de que estas le perseguirían siempre.

Se levantó de la cama y, siendo ya las 6 de la mañana, empezó la rutina de su nueva vida, que consistía en salir a correr durante veinte minutos para despejarse del sueño y quitarse el sabor amargo que dejaban los recuerdos. Después una ducha, un buen desayuno y de vuelta a la calle para dirigirse al trabajo en su motocicleta.

No era hombre de caprichos, nunca lo fue, pero su guía de terapia le convenció de comprarse esa magnífica Harley Softail de la que se enamoró nada más verla en una revista, y debía admitirlo: fue la mejor decisión. Con ella escapaba de la estresante ciudad de Nueva York siempre que quería, perdiéndose en cualquier paisaje rural y solitario persiguiendo algo de paz.

Porque eso era todo lo que buscaba: paz. Después de haber sido militar durante casi 10 años sin descanso, un poco de tranquila serenidad era lo que necesitaba su mente para recuperarse. Por ese motivo terminó aceptando el trabajo de profesor que su jefe en el grupo militar de SHIELD, Nick Fury, le ofreció al volver de la guerra. Unas pocas horas al día en un ambiente relajado libre de estrés, de sorpresas y con una rutina bien marcada para mantener su mente alejada de los horrores que vivió como soldado. 

Aquel era el primer día de su segundo año como profesor y no podía estar más deseoso por empezar. El verano se le hizo eterno. Había viajado para mantenerse ocupado y tenía amigos, buenos amigos como Buck y Clint, con los que salió prácticamente a diario, pero ellos habían sido sus compañeros en batalla y resultaba difícil desconectar de los recuerdos cuando veía sus rostros. 

La Academia SHIELD no distaba mucho del cuartel militar en el que él entrenó años atrás cuando apenas tenía 17 años. Sin embargo, ver a tantos jóvenes con la ilusión aún viva en sus rostros le contagiaba de esperanza. No todos ellos iban a convertirse en soldados, muchos estaban destinados a otro gran abanico de trabajos, pero los que sí terminaran vistiendo el uniforme iban a ir preparados con la experiencia que él les compartía. 

—Buenos días, Steve — una voz varonil se precipitó hacia él mientras apagaba el motor en la entrada del edificio.

—¡Howard! — exclamó gratamente sorprendido —. Dios mío, ¡ha pasado mucho tiempo!

Profesor Rogers [Stony]Donde viven las historias. Descúbrelo ahora