Rondaba los once años cuando me hice amiga de una niña privilegiada. Nuestras realidades eran completamente distintas, a pesar de que asistíamos a la misma escuela, teníamos los mismos amigos y disfrutamos de las mismas fiestas.
Nunca la ví con otros ojos y ella a mí tampoco; y fuimos muy amigas, de esas a las que les cuentas que muchacho te gusta, le preguntas qué tan feo está tu outfit o de las que te juntas para hacer los trabajos grupales para no tener que socializar con gente nueva.
Mientras más cercanas nos volvíamos, notaba que las barreras sociales que los demás nos habían tratado de poner entre nosotras se iban derrumbando, y me sentí feliz, porque de alguna manera, era un privilegio para mí. Pero no pasaron muchos meses y, por primera vez en mi vida, logré conocer la malicia adulta.
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Caminaba infantilmente por el patio de la escuela primaria, como haría en cualquier día normal; sin saber que ese no era un día normal. Subí las escaleras para ingresar al aula de clases y vi a este grupo de niñas a una esquina, mirándome de forma curiosa. Aún las recuerdo muy bien.
No tenía que leerles la mente para saber que algo pasaba, en especial porque la niña privilegiada, estando con ellas, no lograba mirarme a los ojos.
Y así transcurrió todo un día, que apenas lograría recordar si no fuera por los ojos expectantes de las niñas en mi espalda. Podía sentir su pena, su burla y su descaro sobre mí, y esas sensaciones me abrumaron instantáneamente.
—No podemos seguir siendo amigas.— me dijo, fríamente.
—¿Por qué?— pregunté. No había hecho nada malo, apenas nos habíamos cruzado esa semana... ¿sería porque hice nuevas amigas?
—Mi madre ayer habló conmigo y no quiere que me junte con lesbianas.
Detrás de toda niña privilegiada, hay personas de poder. Una de ellas era su madre, quién gestiona gran parte de las actividades extracurriculares de mi escuela y, probablemente, de la clase de ricos que se alimentan más de chismes hirientes que de caviar.
El clan malicioso de esta madre nos había visto juntas en el recreo, riéndonos, hablándonos al oído, bailando de cerca canciones de boy bands. Aparentemente no podían admitir que yo, una niña de otro círculo, pudiera haberme ganado la confianza de una privilegiada. Éramos niñas, joder. Y no faltó tiempo para que entre todas las madres, el rumor de "la niña desviada" llegara a atacar nuestra amistad.
Con apenas once años, definitivamente mi percepción de la palabra lesbiana no estaba definida. La entendía como un insulto, un término denigrante, una palabra de sinvergüenzas. Había estado toda una vida admirando niños, luciendo hasta tonta por ellos, por lo que no entendía qué tan válidas eran las palabras de esas arpías.
Pero ahora que recuerdo todo esto, no tanto años después, siento más vergüenza de considerar ser lesbiana como algo aberrante, que de haber sido "difamada".
Que habría de saber yo que las palabras de esas mujeres de mal corazón me traerían más problemas a futuro que en ese presente.
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lesbiana.
Literatura Faktuhistorias reales, reflexiones de la palabra en sí y algo de mi lucha interior actual con mi orientación sexual.