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El perro olfateó mi maleta. Para ser un perro rastreador de drogas, se trataba de un ejemplar sorprendentemente suave, quizás un hovawart. Yo iba a acariciarle las orejas cuando levantó el morro y soltó un amenazador <<guau>>.
Entonces se sentó y pegó la nariz enérgicamente a la maleta. El funcionario de aduanas parecía estar tan sorprendido como yo, dos veces dirigió la mirada del perro a mí y de mí al perro antes de agarrar la maleta y decir: << Bueno, entonces miraremos a ver qué ha detectado nuestra Amber.>>
Vale, genial. No llevaba ni una hora en suelo británico y ya era sospechosa de pasar drogas de contrabando. Los auténticos contrabandistas de la fila detrás de mí seguro que ya se alegraban furtivamente; gracias a mí, ahora podían pasar el control con sus relojes suizos y sus drogas de diseño sin ser molestados. ¿Qué aduanero con sentido común apartaría de la fila a una quinceañera con coleta rubia en vez de, por ejemplo, a ese tipo aparentemente nervioso de ahí atrás con cara de astuto? O a ese chico sospechosamente pálido con el pelo desgreñado que, en el avión, ya se había quedado dormido antes de llegar a la pista de despegue. No era de extrañar que ahora tan maliciosamente. Probablemente, llevaba los bolsillos repletos de somníferos ilegales.
Pero decidí no dejar que me estropearan el buen humor, al fin y al cabo al otro lado del control nos esperaba una nueva vida maravillosa, justo en el hogar con el que siempre habíamos soñado.
Le lancé una mirada tranquilizadora a mi hermana pequeña Mia, que ya estaba junto al control y se balanceaba impaciente. Todo iba bien. No había motivos para alterarse. Está era la última valla que se interponía entre nosotras y la susodicha nueva vida maravillosa. El vuelo había transcurrido impecablemente, sin turbulencias, por lo que Mia no había tenido que vomitar y, por una vez, yo no había tenido que sentarme junto a un hombre gordo que me disputara el reposabrazos y apestara a cerveza. Y aunque a papá, como de costumbre, había reservado en una de esas aerolíneas de bajo coste que, al parecer, siempre repostan demasiado poco. El avión no se había visto en dificultades cuando habíamos tenido que dar varias vueltas sobre Heathrow esperando aterrizar. Y, además, también estaba ese chico guapo de pelo oscuro que se había sentado al otro lado en la fila de adelante y qué sorprendentemente, se había vuelto hacia mí a menudo y me había sonreído. Yo había estado a punto de hablarle pero después pasé, por que hojeaba una revista de fútbol y movía los labios al leer como un crío de primaria. Por cierto, el mismo chico ahora miraba fijamente mi maleta con bastante curiosidad. En realidad, todos miraban fijamente mi maleta con curiosa.

Miré al funcionario de aduanas con los ojos como platos y puse mi sonrisa más agradable.

—Por favor... No tenemos tiempo, el vuelo ya llevaba retraso y, encima, hemos esperado una eternidad en la cinta de recogida de equipajes. Y afuera está nuestra madre para recogernos a mi hermana pequeña y a mí. Le juro solemnemente que en mi maleta solo hay montón de ropa sucia y ...—Como en ese preciso instante me vino a la memoria qué más había en esa maleta, enmudecí brevemente—. En todo caso, nada de drogas —añadí después en un tono algo más bajo mientras dedicaba al perro una mirada llena de reproches.
¡Qué animal más tonto!

Impasible, el funcionario de aduanas subió la maleta a una mesa. Un colega abrió la cremallera y levantó la tapa. Al instante, a todos los presentes les quedó claro qué había olido el perro. Pues, sinceramente, para eso en realidad no hacía falta una nariz de perro sensible.

—¿Qué demonios... ? —preguntó el funcionario y su colega se tapó la nariz mientras, con la punta de los dedos, empezaba a apartar piezas de ropa sucia. Para los espectadores, debía de parecer como si mis prendas apestaran horriblemente.

—Queso de la biosfera de Entlebuch—expliqué mientras mi cara seguramente adoptaba un color parecido al sujetador burdeos que el hombre estaba sosteniendo en las manos—. Dos kilos y medio de queso crudo suizo. —Aunque no lo recordaba tan maloliente—. Sabe mejor de lo que huele, de verdad.

Amber, la perra tonta, se sacudió. Oí las risitas de la gente, los auténticos contrabandistas seguro que se estaban frotando las manos. Prefería no saber qué hacía el chico guapo de pelo oscuro. Era probable que simplemente estuviera aliviado de que no le hubiera pedido su número de móvil.

—A eso llamo yo un escondrijo para drogas verdaderamente genial—dijo
alguien detrás de nosotras y bajé la vista hacia Mia suspirando profundamente. Mia también suspiró. Teníamos verdadera prisa.

Al mismo tiempo, era extraordinariamente ingenuo por nuestra parte pensar que solo el queso se interponía entre nosotras y nuestra maravillosa nueva vida; en realidad, el queso únicamente prolongó el espacio de tiempo durante el que creímos a pies juntillas que teníamos una maravillosa nueva vida por delante.

Seguramente, otras chicas soñaban con otras cosas, pero Mia y yo no deseábamos nada más ardientemente que un auténtico hogar. Por más tiempo que solo un año. Y con una habitación propia para cada una de nosotras. Este era nuestra sexta mudanza en ocho años, lo que significa seis países diferentes en cuatro continentes distintos, ser nuevas en un colegio seis veces, hacer nuevas amistades seis veces y seis veces decirnos adiós. Éramos profesionales en hacer y deshacer equipajes, limitábamos nuestras pertenencias al mínimo y es fácil adivinar por qué ninguna de las dos tocaba el piano.

Mamá era especialista en literatura
(con dos doctorados) y casi cada año  daba clases en un nueva universidad diferente. Hasta junio, todavía habíamos vivido en Pretoria, antes en Utrecht, Berkeley, Hyderabad, Edimburgo y Múnich. Nuestros padres se habían separado hacía siete años. Papá era ingeniero y con la misma tendencia inquieta de mamá, es decir, solía cambiar de lugar de residencia con la misma frecuencia. Así pues, no teníamos que pasar el verano en un mismo sitio, sino siempre allí donde trabajará papá.

Actualmente, trabajaba en Zúrich, por eso estas vacaciones habían sido espléndidas en comparación (incluyendo varias a la reserva de la biosfera de Entlebuch), pero por desgracia no todos los sitios a los que había ido a parar eran tan bonitos. A veces, Lottie decía que deberíamos estar agradecidas de conocer tanto mundo a través de nuestros padres, solo que, para ser sincera, cuando se ha pasado un verano en la periferia de un polígono industrial de Bratislava, el agradecimiento queda muy limitado.

Ahora, a partir de este trimestre de otoño, mi madre daba clases en el Magdalen College de Oxford y así se había cumplido uno de sus grandes deseos. Hacía décadas que soñaba con un puesto de profesora en Oxford. Con el pequeño cottage del siglo XVIII que había alquilado un poco a las afueras, también se había cumplido uno de nuestros sueños. Por fin nos asentaríamos y tendríamos un verdadero hogar. En el folleto del agente inmobiliario, la casa nos había parecido romántica y acogedora, como si estuviera repleta de secretos maravillosamente terroríficos del sótano a la buhardilla. Había un gran jardín con árboles viejos y un granero, y desde las habitaciones del primer piso—al menos en invierno— había vistas hasta el Támesis. Lottie tenía pensado sembrar bancales de verduras, preparar mermelada casera y juntarse con las granjeras; Mia quería construir una casa en un árbol, hacerse con una barca de remos y domesticar a un búho; y yo soñaba con encontrar en la buhardilla una caja con cartas antiguas y averiguar los secretos de la casa. Además, a toda costa queríamos colgar del árbol un columpio, preferiblemente una cama de hierro oxidada en la que poder tumbarse y mirar el cielo. Y como mínimo cada dos días, haríamos un auténtico picnic inglés y la casa olería a las galletas caseras de Lottie. Y quizá a fondue de queso, pues los funcionarios de aduanas descuartizaron ante nuestros ojos nuestro buen queso de la biosfera de Entlebuch en trocitos tan pequeños que no se podía hacer nada más con él. Cuando porfin salimos a la terminal —por cierto, no se infringe ninguna ley introduciendo en Gran Bretaña kilos de queso para consumo propio, solo que ya no causaba buena impresión como regalo para Lottie—, mamá necesitó menos de un minuto para hacer que nuestro sueño de una vida rural inglesa reventará como una pompa de jabón. —Hay un pequeño cambio de planes, ratoncitas —dijo después del saludo y, aunque estaba poniendo una sonrisa deslumbrante, llevaba la mala conciencia claramente escrita en la cara. Por detrás de ella , se acercó un hombre con un carro portaequipajes vacío y, sin mirarlo bien de cerca, supe quién era: el cambio de planes en persona.

—Odio los cambio de planes  —dijo Mia. Mamá siguió esforzándose por sonreír.
—Este os va a encantar —mintió—. Bienvenidas a Londres, la cuidad más excitante del mundo.

—Bienvenidas a casa—añadió Mr. Cambiaplanes con una voz cálida y profunda mientras subía nuestras maletas al carrito portaequipajes. Yo también odiaba los cambios de planes, con todas mis fuerzas.

Silber * El Primer libro de los sueños *Donde viven las historias. Descúbrelo ahora