Madurar.

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Asia, 20.000 años atrás.

El sol se levantaba tenuemente, apareciendo tras las montañas y tiñendo el cielo de un anaranjado poco saturado. Aún así, se describía un paisaje lúgubre. Las nubes aún asentadas en el cielo acentuaban el clima frío y sobrio.

Las heladas aguas del inmenso río, casi un mar, corrían de forma tranquila, serena, silenciosa. Las especies se comportaban de forma usual: los elefantes avanzaban a un paso lento en manada, los peces nadaban con rapidez evitando ser cazados por el majestuoso águila de la zona, y las hienas, risueñas, acababan con los restos de carne abandonada hasta dejar nada más que un pulcro cadáver. Los lobos aullaban sobre las montañas, haciéndose notar desde lo lejos bajo las nubes que comenzaban a arrinconarse de forma agresiva, al igual que los sonidos desprendidos de ellas; advirtiendo de la oscura tormenta que se acercaba.

Entre los prados de un amarillento campo, los cuerpos de hombres primitivos se desplazaban con rapidez aunque procurando ser silenciosos a toda costa, manchando sus ropas de piel con la tierra colorida bajo ellos. Ojos de dignos cazadores acechando a su presa conformaban el grupo de estos hombres; cazadores que acechaban a una manada de robustos bueyes, esperando a que la orden de ataque fuera dada por el líder. Todos a excepción de un joven muchacho, cuya mirada expresaba clara preocupación, miedo e inexperiencia y de la cual se percató el líder junto a él, dedicándole una sonrisa con tal de apaciguar el miedo del joven.

Segundos mudos y largos pasaron hasta que la voz del hombre a cargo del grupo se alzó con ferocidad, dando la esperada señal a sus hombres que, sin tardar, se levantaron del polvoriento suelo para correr hacia la carne majestuosa frente a ellos, todos y cada uno con sus respectivas lanzas.

Los animales no tardaron tampoco en percatarse del papel que jugaban frente a esos seres carnívoros e ilusos, comenzando a correr hacia ellos con la intención de defender su especie y así, salvar su vida. El suelo del acantilado donde se encontraban temblaba bajo las pisadas de ambos bandos.

Cuando la distancia fue adecuada, los hombres lanzaron sus puntiagudas armas contra las bestias que, evitando ser lastimados, se volvieron a gran velocidad en dirección al precipicio, levantando la tierra bajo sus pezuñas. Desde luego era una estrategia maravillosa.

Cuando cayó el primer animal por el precipicio, no hubo nada que los detuviese: todos caían como piezas de dominó por más que intentasen frenar sus patas. Todos a excepción de los últimos en la manada que, siendo favorecidos por esa catástrofe, pudieron frenar y huir a tiempo. Y nuevamente, todos a excepción de un buey, que sorprendentemente decidió plantar cara al grupo de hombres que corría hacia él. Fue entonces cuando el animal percibió el miedo de aquel muchacho joven que, al ver la bestia corriendo hacia él, detuvo su carrera con tal de huir.

Grave error de su parte, pues el peludo animal corrió tras él mientras el líder de los hombres gritaba el nombre de su hijo atemorizado. Tarde.

El buey había chocado y alzado por los aires el menudo cuerpo del muchacho con una fuerza increíble hacia atrás, haciendo que cayese de fino al suelo. Con la nariz ensangrentada, el labio roto y los ojos temblorosos, vio como la tremenda bestia volvía hacia él. Iba a ser el fin de su existencia.

Tomado por los cuernos del animal, fue llevado con rabia hacia el acantilado. Y a cámara lenta, el líder vio cómo su único hijo era aventado por los aires.





Una semana antes.

Jeno se encontraba picando y perfilando con una piedra la puntiaguda lanza de roca y madera. Era la última prueba a superar si quería formar parte de la élite de cazadores de su tribu; él junto a otros dos jóvenes más de su edad. Había llegado la etapa en la que por fin se convertiría un adulto, podría proteger a su gente junto a su padre y en especial, a su querida madre.

ALPHA. (NoMin)Donde viven las historias. Descúbrelo ahora